TRUMP: del capitalismo marrón al fascismo fósil
Emilio Santiago Muiño
El antropólogo y activista Emilio Santiago Muiño, investigador en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC y autor, entre otros libros, de Rutas sin mapa. Horizontes de la transición ecosocial (La Catarata, 2016), participó en un debate con el ensayista y poeta Jorge Riechmann sobre las nuevas enfermedades asociadas al cambio climático, moderado por la profesora de filosofía de la UAM Carmen Madorrán. En este artículo analiza las consecuencias que supondrá para el planeta el segundo mandato de Donald Trump.
TRUMP Y EL GOLPE DE GRACIA DE LOS 1,5 GRADOS
En un texto publicado en la revista Corriente Cálida, el activista estadounidense Bill McKibben llamaba la atención sobre las implicaciones de un segundo mandato de Trump con unas palabras que, aunque pueden sonar hiperbólicas, tienen algo de desconcertantemente exacto: «Una segunda ración de trumpismo podría provocar un impacto que se percibiría en el registro geológico durante milenios». Meses antes, el sitio web británico Carbon Brief publicaba un informe donde hacían una extrapolación a futuro del impacto comparado de las políticas de un segundo mandato de Donald Trump y del entonces candidato demócrata Joe Biden en las emisiones de Estados Unidos y, por tanto, en el futuro del clima mundial. Según advertían los autores, el estudio contemplaba diferentes incertidumbres y presupuestos hipotéticos que podían infravalorar o sobrevalorar el impacto climático de la victoria trumpista. Pero, aun tomando las precauciones metodológicas pertinentes, los resultados eran muy inquietantes. El titular que resumía su conclusión fundamental era que la victoria de Trump supondría 4.000 millones de toneladas adicionales de CO2 a la atmósfera en 2030 (una gigatonelada por año). Esto equivale a sumar a la cuenta de carbono del mundo todos los ahorros de emisiones ligados a las energías renovables instaladas en todo el planeta en el último lustro, pero multiplicados por dos. En otras palabras, la victoria de Trump nos puede hacer retroceder una década justo en ese momento histórico en el que estamos corriendo una contrarreloj existencial y la política climática solo debería acelerar.
Este escenario especulativo se ha vuelto plausible el 5 de noviembre, cuando Donald Trump ganó las elecciones de Estados Unidos con rotundidad. Señales como el nombramiento del magnate del fracking y escéptico climático Chris Wright para el puesto de Secretario de Estado de Energía auguran una firme voluntad de desplegar una potente contrarrevolución climática. Esta dista mucho de ser parte de una agenda oculta. Al contrario, el negacionismo climático es un elemento de refuerzo central de la identidad política del trumpismo. Durante la campaña que le ha llevado de nuevo a la Casa Blanca el candidato republicano no se ha cansado de anunciar que su primera orden presidencial va a ser «perforar, perforar y perforar». La lectura de su hoja de ruta, el Proyecto Liderazgo 2025, nos arroja muchos detalles concretos de lo que será un cheque en blanco para el capital fósil norteamericano, como frenar o revisar la ley IRA [Ley de revisión de la inflación promulgada por la Administración Biden en 2022], revertir buena parte de la normativa medioambiental federal o abolir la NOAA, la agencia responsable de medir, monitorear y modelizar las dinámicas medioambientales del país.
Aunque el impacto preciso de Trump en la encrucijada climática global está sujeto a muchas variables, existe consenso en que si logra desmantelar con éxito el legado climático de Biden, especialmente la ley IRA, será casi seguro que la humanidad perderá cualquier opción de situar el calentamiento global por debajo de los 1,5 grados centígrados a finales de siglo, el umbral de seguridad establecido en el Acuerdo de París. El objetivo ya era extremadamente difícil porque implicaba un ritmo de descarbonización sin precedentes. Con otros cuatro años de Trump en el poder, que agotarán casi el tiempo de la década climática decisiva, y con la segunda nación del planeta en volumen de emisiones aplicando políticas anticlimáticas, esta meta se volverá imposible de alcanzar.
Más allá de Estados Unidos, una segunda Administración Trump puede contribuir a revertir una tendencia global hacia la descarbonización, que si bien estaba llegando tarde y con muchos déficits en materia de justicia social o democracia, empezaba a coger la fuerza necesaria para transformar nuestra base energético-material en pocas décadas. El ejemplo de Trump puede funcionar como un incentivo perverso para replicar procesos similares en otras naciones. De hecho, el Proyecto Liderazgo 2025 contempla de modo explícito que Estados Unidos deje de «obstaculizar el desarrollo de los proyectos de combustibles fósiles en los países en vías de desarrollo».
EL PRECEDENTE DE LA PRIMERA ADMINISTRACIÓN TRUMP
La victoria de Trump nos arroja a un escenario que no es nuevo: contamos con el precedente de su Gobierno entre los años 2017-2020. Como defiende Bruno Latour en su libro ¿Dónde aterrizar?, el 1 de junio 2017, con la salida de Estados Unidos de los Acuerdos de París, el ecocidio adquirió la categoría de proyecto geopolítico explícito. Con Trump, por primera vez en la historia, la cuestión socioecológica definía centralmente la vida pública de una nación. Pero lo hacía exactamente en el sentido contrario al promovido por el movimiento ecologista en los cincuenta años de lucha precedentes.
Por su eco simbólico y su alcance global, la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París fue el gesto más llamativo de la ofensiva negacionista de Trump, pero no fue el único. Entre otras medidas, su Gobierno retomó inmediatamente la construcción de oleoductos paralizados por Obama, al tiempo que ahogaba presupuestariamente sus políticas climáticas; impulsó la industria del fracking con un gran paquete de desregulación; nombró y promocionó perfiles cercanos a la industria fósil como cargos públicos con responsabilidad de gobierno; se enfrentó legalmente a algunos Estados para limitar su capacidad legislativa climática; obstaculizó la influencia directa de la Agencia de Protección Ambiental sobre la opinión pública y rebajó los estándares de eficiencia energética y ecológica en la fabricación de electrodomésticos. Todo este ataque pesado en materia legislativa y presupuestaria se acompañó de una constante guerrilla comunicativa, en la que Trump demostró ser un jugador disruptivo, con hitos como señalar que el ecologismo «estaba fuera de control», pedir un poco de «cambio climático» un día de fuertes nevadas o declarar la lucha contra los lavavajillas, las cisternas o las duchas modernas, de «las que no sale agua».
Vistos retrospectivamente, muchos de los intentos de la primera Administración Trump por implementar una agenda negacionista fracasaron: o bien porque se toparon con obstáculos legales, o bien porque se impuso la propia lógica del mercado, como ocurrió con su intento fallido de apuntalar el carbón estadounidense, que sencillamente dejó de ser competitivo frente a las renovables. El problema es que un segundo mandato de Trump ya no será un ejercicio caótico por parte de un outsider que desconoce los entresijos de la Administración y los laberintos del Estado Federal, sino un programa metódico, quirúrgico y bien planificado, asesorado por los principales think tanks conservadores del país, que tendrá a su favor una Corte Suprema controlada por los conservadores.
EL CUBO DE NECKER ECOSOCIAL Y LA MIRADA TUERTA DEL ECOLOGISMO
La Administración Biden ha estado lejos de ser un gobierno climático ejemplar. Sin embargo, empujado por el ala izquierda de su partido (el Green New Deal de Sanders y Alexandria Ocasio Cortez, que canalizaron a su vez la energía del Sunrise Movement y la ola climática juvenil de 2018-2019), logró imponer la política climática más ambiciosa de la historia de Estados Unidos desde una óptica especialmente interesante, como es la recuperación de una apuesta por la política industrial. Es verdad que los 16 billones de dólares prometidos por Sanders en las primarias y los 3,5 billones prometidos por Biden en su campaña electoral para políticas de impulso a la descarbonización quedaron muy desdibujados, especialmente tras las cesiones que el Partido Demócrata tuvo que hacer ante su propio senador de Virginia Occidental Joe Manchin, vinculado a la industria del carbón.
Con todo, la ley IRA ha sido objetivamente la política climática más ambiciosa de la historia del país: un paquete de incentivos en forma de subvenciones, préstamos y créditos fiscales, cuyo valor inicial se estimó en 369.000 millones de dólares (pero podría alcanzar el billón de dólares, ya que son créditos fiscales sin límite) y que abarcan muchos aspectos de la economía: energías renovables, vehículos eléctricos, hidrógeno verde, descarbonización de la industria… Diversos estudios han proyectado que la aplicación integral de la ley IRA reduciría significativamente la brecha de implementación de Estados Unidos en 2030: antes de la ley IRA la reducción de emisiones se estimaba entre el 25% y el 31%. Con la aplicación de la ley IRA, la reducción de emisiones que cabe esperar oscilará entre el 33% y el 40%.
Complementando la ley IRA, el compromiso climático de Biden articuló otro conjunto de medidas importantes, como reintroducir al país en el Acuerdo de París, aumentar la ambición climática a 2030, desplegar nuevos estándares de eficiencia energética, que fueron un contraataque frente a las medidas desregulatorias de Trump, o facilitar el trabajo de los Estados federales que están a la vanguardia climática, como California, que ha logrado desarrollos impresionantes en materia de generación renovable o implementación de baterías.
Es innegable que el gobierno de Biden también ha tenido sombras climáticas. La más llamativa ha sido la aprobación del complejo petrolífero de Willow en tierras federales de Alaska. Esta especie de zigzag entre el desarrollo de la industria fósil y la implementación de una agenda climática coherente se explica, en primer lugar, porque la Administración Biden no fue un gobierno ecologista. Fue un gobierno liberal, con acentos laboralistas, influido por un ala izquierda climáticamente comprometida. Pero, además, influyeron dos factores que deben ser analizados, uno más coyuntural y otro más estructural. El coyuntural son los difíciles equilibrios internos de la política estadounidense, donde los intereses del capital fósil se encarnan en enclaves geográficos de alto valor electoral y político que el Partido Demócrata no se puede permitir obviar. El estructural tiene que ver con las propias complejidades de la descarbonización y los claroscuros energéticos a los que nos arroja: las próximas décadas están condenadas a verse desagarradas por la contradicción entre un mundo fósil que declina, pero que aún es fundamental para garantizar la seguridad energética y la competitividad económica de un país, y un mundo renovable que emerge, pero que todavía presenta obstáculos técnicos y políticos para ser una alternativa integral. En este interregno energético, la pulsión de asegurar el suministro fósil sigue siendo una tentación política fuerte, y más en un contexto de competitividad militar exacerbada y alta incertidumbre geopolítica.

Planta de producción de gas natural en la Baja Sajonia, Alemania.
© Battenbrook
Con la política climática de Biden ocurre como con cualquier proceso de transición ecosocial impulsado por políticas públicas que deba funcionar en el mundo realmente existente, y no en el plano sin fricción de la literatura ecologista y las fantasías ideológicas: es una política condenada a ser, en el mejor de los casos, como un cubo de Necker, esa famosa ilusión óptica en la que la percepción de la profundidad de la figura cúbica es ambigua hasta que el observador decide cómo quiere mirarla. Enfocada desde los límites planetarios sobrepasados y la gravedad de la emergencia climática, la política de Biden suspende (como casi cualquier política). Sin embargo, enfocada desde los límites políticos que impone una hegemonía neoliberal muy sedimentada, más el agravante de responder al primer experimento negacionista climático de la historia, la política climática de Biden contiene éxitos notables.
En ocasiones, el ecologismo en particular, y las izquierdas en general, tienen una mirada de tuerto sobre el cubo de Necker ecosocial: solo destacamos las insuficiencias. Viendo con perspectiva los efectos políticos de este sesgo ideológico tan arraigado en la tradición política transformadora, quizá llegó la hora de preguntarnos qué movimiento político puede avanzar y cumplir objetivos a largo plazo, desplegándose en un terreno hostil y lleno de fricciones, si toda la evaluación de su propio desempeño es una suma de suspensos.
CAPITALISMO VERDE: ¿ENEMIGO PREMATURO?
La disyuntiva climática a la que nos arroja la victoria de Trump, a su vez, debe enmarcarse en un proceso de onda larga de mayor complejidad: la reconfiguración del campo de juego político de las sociedades occidentales, que estalló con la crisis del neoliberalismo en 2008, pero cuyo sabotaje interno venía gestándose desde la ofensiva neocon de principios del siglo. En la mayoría de las democracias parlamentarias, el campo conservador se ha visto rápidamente reconstituido a partir de una integración, y en ocasiones de un nuevo liderazgo, de sus facciones más extremas, antes marginales. Un espacio donde confluyen nostalgias residuales del fascismo derrotado en 1945 y una especie de posmofascismo de nueva forja y carácter plural, que ha podido adaptar los antiguos valores reaccionarios a la disputa por el sentido común mediante un nuevo paquete de miedos, malestares, ansiedades y deseos: antipolítica, antifeminismo, antimigración e islamofobia, negacionismo y retardismo climático, irresponsabilidad cívica y fiscal. Un posmofascismo que, además, resulta ser un fenómeno intensamente superestructural, porque en ningún caso cabe interpretarlo, en sentido clásico, como una terapia de choque de la burguesía ante la amenaza del comunismo o de la lucha de clases.
En el ámbito climático, esta gran oleada de extrema derecha coincide con un aumento significativo del negacionismo virulento y organizado. No hay nada que lo ilustre mejor que los bulos e intoxicaciones sistemáticos vertidos por los operadores de extrema derecha contra la AEMET tras la tragedia climática que ha tenido lugar hace unas semanas en el País Valencià. El posicionamiento anticlimático de esta «Internacional Reaccionaria» responde tanto a una cuestión de blindaje de los intereses del capital fósil, que han encontrado en este bloque histórico el condotiero que puede impedir la descapitalización de sus activos varados, como también a razones de índole puramente ideológica: haber convertido el clima en un clivaje de guerra cultural que permite interpelar y politizar todos los afectos y agravios que el proceso de transición está produciendo.
Lo paradójico y desconcertante es que mientras que el ecologismo transformador ha puesto en el foco de su crítica y su denuncia al capitalismo verde, el capitalismo marrón supone una facción del capital superlativamente mayor en términos de peso económico, influencia y captura de estructuras políticas. Entre ellas, los más de veinte petroestados que tienen en la exportación de combustibles fósiles y, por tanto, en la producción de cambio climático, la actividad central de su PIB. Una lista de países que incluye nombres como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Guyana, Nigeria, Venezuela, toda una superpotencia nuclear como Rusia y también Estados Unidos, aunque en el caso norteamericano, primer país productor petrolero del mundo, la balanza comercial esté mucho más diversificada. Además, la defensa de este capitalismo marrón está siendo tanto una de las motivaciones fuertes del proceso de desdemocratización en curso, amén de una de las fuentes de financiación económica más importantes para las fuerzas políticas de la reacción. El capitalismo marrón es el caldo de cultivo del fascismo fósil.
Por ello, en su beligerancia contra el capitalismo verde, el ecologismo puede estar plantando batalla a un enemigo prematuro. Los objetivos maximalistas y la retórica radical no solo suelen ser fruto de errores teóricos, analíticos y estratégicos. Su efecto más grave es que desdibujan la frontera del amigo-enemigo: si el enemigo es el capitalismo verde, entonces votar en unas elecciones, en Estados Unidos, en España o en Japón, da un poco igual porque ningún partido ecosocialista tiene la más mínima posibilidad de ser electoralmente competente.
CONCLUSIONES: NO TENEMOS DERECHO A ESPERAR TIEMPOS MEJORES
En el ámbito ecologista, esta disolución de la línea amigo-enemigo resulta especialmente injustificada porque un ecologismo que de verdad ha comprendido las implicaciones de la contrarreloj climática no puede replegarse en las trincheras de la espera de tiempos mejores. La conciencia climática es incompatible con la paciencia histórica en que ha solido refugiarse la izquierda radical. A diferencia de lo que decía Debord del proletariado salvaje de los sesenta, el pueblo del clima no puede aprender a esperar.
La tercera década del siglo xxi se está conformando como un momento frentepopulista con fuerte acento climático. En pocas ocasiones el ecologismo en particular, y la ciudadanía climáticamente preocupada en general, se ha encontrado ante una coyuntura en la que el campo binario de lo político delimite con tanta claridad un bando del que formar parte: aquel que haga avanzar la descarbonización. Sin embargo, esta posición no deja de ser minoritaria en los sectores ideológicamente más movilizados. Una explicación es la personalidad activista y el tipo de psicología colectiva de la que es dependiente, algo que tiene efectos políticos notables en las organizaciones sociales. Al fin y al cabo, el reconocimiento externo de una autoproyección moral íntegra es uno de los pocos placeres compensatorios para un tipo de actividad, como la militancia, que tiene costes personales altos y muy pocas recompensas reales. Esto hace que en esa tensión weberiana entre la ética de la responsabilidad y la ética de las convicciones, el mundo activista se incline, por defecto, hacia la enunciación de sus convicciones abstractas como gesto que tuviese algún valor político en sí mismo. Especialmente en momentos de reflujo de la iniciativa popular. Este desequilibrio, que en ocasiones roza el puro narcisismo colectivo, se intensifica cuando los espacios de discusión política están capturados por las redes sociales, con sus algoritmos de competencia publicitaria entre marcas personales. Probablemente esta sea una condición antropológica de nuestra era que no podemos impugnar ni superar. Pero conviene tenerla en cuenta, y en la medida de lo posible, ir generando una cultura política que sea menos rehén de nuestras necesidades de autosatisfacción moral compensatoria.

El municipio de Aldaia, Valencia, tras el paso de la dana
de octubre de 2024. © Beamop
Esto es importante para asumir que, en muchas situaciones, la opción del clima puede no encarnarse en papeletas electorales que desearíamos. La Administración Biden, sin ir más lejos, enfrentó un desgaste comprensible en su base electoral de izquierdas por su papel ante el genocidio israelí en Gaza, que se ubica en algún punto entre la impotencia y la complicidad. Con todo, urge romper este círculo vicioso del desencanto progresista. La izquierda transformadora debe contar con las herramientas analíticas, cognitivas, morales y políticas para escapar de los dilemas perversos en los que a nuestros enemigos les gusta encerrarnos. El primer paso es interiorizar que cualquier política de alianzas madura no deja de ser, de alguna manera, una política de triajes. Esto es, una política de establecimiento de prioridades incómodas y perturbadoras. Probablemente, no hay una causa más potente para hacerse cargo de la incomodidad y hasta de la antipatía que genera cualquier pragmatismo político que luchar por dejar abierta la posibilidad de que siga habiendo un planeta habitable durante el siglo xxi. Y que, por tanto, nuestras hijas y nuestros nietos sigan teniendo, al menos, el mismo derecho a intentar transformar el mundo que el que nosotros tuvimos.