Jaque al museo

Amanda de la Garza | Clémentine Deliss

La historiadora del arte, antropóloga y comisaria Amanda de la Garza, actual subdirectora artística del Reina Sofía, conversó con la también comisaria e investigadora franco-austriaca Clémentine Deliss sobre los temas que trata en El museo metabólico (Caniche, 2023), su último libro. Hablaron del quehacer del arte, de las políticas de los museos y de la necesidad de revisar el canon artístico, que se remonta al siglo xix, para establecer nuevos cánones y diseñar los espacios museísticos del xxi, donde no solo tengan cabida las obras maestras.

AMANDA DE LA GARZA

Vamos a discutir sobre algo que nos apasiona y nos permite hacernos preguntas sobre el quehacer del arte y de los museos. Clémentine, tú has escrito varios manifiestos en relación a cómo transformar la museografía. Los manifiestos me interesan especialmente, pues son una forma crítica de pensamiento. ¿De qué manera puede el manifiesto producir cambios para actuar ante la realidad compleja de los museos?

CLÉMENTINE DELISS

Mi último manifiesto [The Metabolic Museum, 2020] trataba sobre el museo entendido como lazareto. Lo escribí durante el covid, cuando muchos museos cerraron sus puertas y los artistas veían que sus exposiciones se posponían hasta una fecha incierta. En ese manifiesto propongo que los espacios museísticos se destinen a repensar el contexto de estudio de los comisarios, donde existe una normatividad increíble. La ergonomía del museo, su carácter metabólico, me hizo pensar en que si durante la pandemia los museos se hubieran convertido en espacios de rehabilitación, los curadores habrían podido realizar proyectos de care [cuidado], tan de moda hoy en el contexto curiatorial, y el museo podría haber sido un proyecto de remediación dentro de ese territorio desconocido que creó la pandemia.

Antes había escrito un manifiesto a favor de la apertura de las colecciones que permanecen secuestradas en los museos etnocoloniales de Europa. A menudo, mientras camino por las ciudades europeas, tengo la impresión de que debajo de las aceras se esconde un depósito gigantesco de colecciones que fueron saqueadas durante el siglo xix y que nadie ve. Solo se ven las obras que pueden formar parte de un proyecto neohistoricista o necrófilo. Los museos más problemáticos –no sé si hay alguno que no lo sea–, aquellos en los que no existe ningún tipo de redención, son los etnológicos. Allí queda claro que los equipos de las expediciones y los etnólogos trabajaron como confiscadores y arramblaron con todo. Hoy, dentro de los sótanos de los museos europeos, toda aquella vida permanece oculta. Para mí esto supone un problema, y me interesa. Por eso escribo manifiestos.

AMANDA DE LA GARZA

En tu libro desarrollas el término «ergonomía» –que describe la funcionalidad de un objeto y que solemos asociar al diseño– para hablar de la presencia del cuerpo en el museo y también de la arquitectura, de la necesidad de transformar el lenguaje museográfico y de la relación entre la arquitectura del museo y el cuerpo de quienes lo habitamos: visitantes, curadores, etc. Esta noción de ergonomía tiene una importancia crucial en tu idea de transformación del museo. ¿Podrías desarrollarla?

CLÉMENTINE DELISS

Los grandes almacenes no dejan que la gente haga lounging; no disponen de bancos, sillas ni sofás; sí hay pequeñas cafeterías donde te puedes sentar después de haber gastado un montón de dinero, pero su intención es que la gente camine continuamente, porque un consumidor es alguien que se desplaza. Este planteamiento es el mismo que el de los grandes museos universales. Ambos comparten un origen germánico que se remonta a finales del siglo xix. Lamentablemente, hemos vuelto a una fórmula de museos muy consumista; es decir, se paga dinero para entrar, existe una distribución de las salas y una arquitectura que va unida a la ergonomía.

Me interesa el cuerpo de las colecciones, pero también el de las personas que visitan una exposición y, en particular, el hecho de que mientras que la universidad y las academias de bellas artes exigen un examen de ingreso, los museos no piden ningún diploma para entrar, por lo que una persona iletrada allí tiene la posibilidad de aprender por sí misma y acceder al potencial que contienen las colecciones. Para que esto suceda los museos deberían crear espacios con un mobiliario distinto; una ergonomía que permita a las personas que acuden al museo visitarlos de manera más sedentaria, sentarse a estudiar colecciones secundarias, que nada tienen que ver con obras maestras y no están integradas en un sistema semántico. Hablo de introducir en las salas mesas donde poder pasar horas. El museo es un lugar de la intelectualidad democrática y no un espacio de consumo puro y duro. Por eso, entiendo por «ergonomía» el poder detenerse, parar, sentarse.

AMANDA DE LA GARZA

Ya Alfred Barr, al crear el MoMA [1929], veía la vitrina como el modelo esencial para el consumo artístico y la instrucción del pueblo estadounidense en la comprensión de la modernidad artística. Como directora del (MUAC), en México, y ahora subdirectora aquí en Madrid, en el Reina, creo en el museo como espacio público y pienso a menudo en la posibilidad de estar en el museo; entendiéndolo como un lugar capaz de ofrecer un espacio en el que pasar tiempo, donde no solo se vaya a ver exposiciones.

Ante la polarización social y la devastación de la noción de espacio público, tanto en términos físicos como sociales, el museo ha acabado siendo uno de los pocos reductos con potencial de usarse como espacio público. Sin embargo, frente a cosas tan prácticas y sencillas como tener sillas cómodas para ver las obras, existe una resistencia total, como si los muebles fueran a contaminar el espacio de exhibición. Siempre intento empujar a los equipos a que piensen en ocupar los espacios. Por ejemplo, en el MUAC, que dirigí entre 2020 y 2023, hay unas terrazas bellísimas, pero están hechas para que nadie las use porque no hay sombra, ni una silla donde sentarse; no son lugares hechos para descansar después de visitar una exposición, sino para ser apreciados arquitectónicamente.

La pandemia, efectivamente, nos hizo reflexionar sobre cuál es la función del museo y qué posibilidades tiene como espacio. En diferentes museos de arte contemporáneo se está repensando la noción de cubo blanco; si esa naturalización del cubo blanco se puede concebir de otra manera. Sin embargo, tengo que confesarte que a veces me da miedo ser demasiado naif respecto a las posibilidades del museo, y me pregunto si realmente estos cambios pueden producir algo distinto. Por ejemplo, me interesa la noción del museo como «experiencia», pero luego me asaltan las dudas porque ha sido enteramente copada por el capitalismo tecnológico. Hoy todo el marketing está relacionado con la vivencia del momento. En el mundo, y en especial en el ámbito museístico, se está produciendo, por un lado, una transformación del gusto dirigida por el mercado y, por otro, ha surgido un gusto neopop muy relacionado con las redes sociales. ¿Cómo podemos trabajar desde otro lugar con todo eso circulando en la propia experiencia del museo, y más en museos de gran escala? Esta es para mí una pregunta importante, y no tiene una única respuesta. ¿Cómo cambiar los espacios museísticos de maneras que parecen sutiles pero que transforman enteramente nuestra idea del espacio arquitectónico y el significado social y político del museo?

CLÉMENTINE DELISS

Las normas actuales casi siempre se apoyan en la droga de la escenografía. Estoy en contra de las exposiciones en cadena, que comportan gastos considerables, sobre todo cuando se trata de exposiciones de colecciones. Vuelvo a la cuestión de las colecciones de otros mundos, que suelen quedarse en la retaguardia. Por ejemplo, en una exposición sobre la migración o el colonialismo, se prefiere incluir todo tipo de soportes a pensar en un dispositivo que permitiera estudiar esas colecciones en otro contexto más disciplinar, donde se cuestione el paradigma del museo. No se puede hablar del museo mientras tenga fondos que no son accesibles.

En este momento hay una nueva moda bastante perniciosa: el open storage. El nuevo museo del Victoria and Albert [V&A Dundee], del que conozco los planos, aunque aún no lo he visto, es uno de los muchos ejemplos de esta moda. Se trata de enseñar lo máximo posible dentro de vitrinas donde quepan muchas cosas. Este concepto es una trampa: consiste en colocar una serie de objetos de manera taxonómica y visual que se muestran bajo el paraguas de la figura de un explorador, de la historia de una etnia o de una región determinadas. Por tanto, todos los problemas sobre los que se lleva tiempo debatiendo, acerca de la taxonomía o el colonialismo, se repiten bajo esa disposición fija.

El metabolismo del que hablo en el libro consiste en decir: «No necesito una cafetería; por muy rentable que sea; tampoco una tienda donde se vende lo mismo que se puede encontrar en la tienda de cualquier otro museo. Lo que quiero es repensar el uso del museo». No es algo muy ambicioso, solo intento hacer ejercicios dentro de exposiciones que ya están montadas. Ahora los comisarios trabajamos con una rigidez temporal: las exposiciones deben durar un cierto número de meses o ser permanentes. Yo he intentado incluir espacios de discusión sobre colecciones provenientes de otros museos para poder hablar, dentro del contexto público, de la heterogeneidad de las colecciones. De esta manera, en lugar de pensar «nuestro museo tiene una gran colección», propongo que nos fijemos en aquello que no está reconocido, que está muy lejos de ser una obra maestra, y crear lugares de estudio. Es lo que yo llamo el «museo universitario».

Necesitamos trabajar en estas colecciones secundarias porque no tenemos el derecho de secuestrarlas. Y porque, como público, quiero crear mi propia historia del arte. No quiero que me encorseten en divisiones disciplinarias que proceden de una extracción colonial. Ya no acepto esas divisiones de los museos entre historia del arte, etnología, diseño, arte contemporáneo… Me encanta que haya grandes museos como el Prado, pero el futuro de los museos tiene más que ver con lo que yo llamo «el intelecto democrático», y eso concierne también a la forma de valorar las colecciones, ya sean antiguas colecciones olvidadas o la compra de piezas nuevas.

Me gustaría conocer la ética de un museo como el Reina Sofía, que comenzó en el siglo xix, y que hoy se ve, podríamos decir, obligado a comprar piezas a lo largo y ancho del mundo. ¿En qué se basa vuestro criterio de compra? ¿Cuál es el papel del artista vivo, no del artista que ha muerto y del que se hace una bonita exposición archivística y necrofílica? Y ¿cuál es vuestra propuesta para maridar el pasado con el futuro?

AMANDA DE LA GARZA

Es una pregunta interesante, en el sentido de que la colección del Reina Sofía comienza, como decías, a finales del siglo xix y existe un interés por nuestra parte por estudiar ese fin de siglo. Volviendo a la cuestión del estudio de las colecciones secundarias y de su importancia, a mí me interesa en particular un tipo de exposición que habla del site case, en la que puedes tomar la temperatura de una época y de la historia de las ideas a partir del arte, y donde estas obras secundarias son muy importantes, porque este site case no se compone de grandes obras, sino de lo secundario y lo satelital, ya que las grandes obras son algo excepcional en cualquier periodo. En el futuro, en el Reina queremos investigar este fin del xix, un tiempo de gran relevancia histórica, cuando se anuncia un nuevo mundo aún por construir que precede a la modernidad. Por supuesto, sobre esta visión necrófila que planteas, el museo lleva tiempo coleccionando archivos, algo que interesa especialmente. 
Y no hay nada más necrófilo que los archivos, esa materia inerte que habla del pasado y donde la tarea del museo es reconstruir las historias que contienen. En ese sentido, debemos repensar la forma en la que opera el archivo respecto del presente.

Instalación del kosovar Petrit Halilaj para el Palacio de Cristal, 2021

Instalación del kosovar Petrit Halilaj para el Palacio de Cristal, 2021

Algo bastante peculiar del Reina Sofía es que tiene el Palacio de Cristal y el Palacio de Velázquez, construidos dentro de un parque público. Para mí, el Palacio de Cristal es el motor vivo del museo. Allí se exhibe exclusivamente obra hecha por comisión por artistas vivos, que dialoga con el espacio. Ya antes de trabajar en el Reina, el Palacio de Cristal era uno de mis lugares favoritos de Madrid porque un palacio de cristal, de una fragilidad enorme, es una arquitectura muy poco propicia para montar una exposición. Era un pabellón temporal, hecho para una exposición universal, sin embargo ha perdurado en el tiempo. Hoy, en esa frágil arquitectura, conviven el presente y el pasado.

Por otro lado, el museo lleva décadas realizando un trabajo muy importante alrededor de las colecciones de arte latinoamericano. Este trabajo obedece a una posición que quiere no solo repensar la historia colonial, sino el presente y el cómo esa historia colonial reverbera en la sociedad española actual, es decir, en su diversidad cultural, en sus contradicciones y conflictos. En ese sentido, el museo ha venido haciendo una tarea puntera, porque se inició mucho antes de que se planteara institucional o políticamente la cuestión de decolonizar los museos. No existen unas normas estrictas a la hora de hacerlo, pero para el contexto europeo y español es una tarea muy relevante, surgida de su relación con los artistas vivos y la intelectualidad de América Latina, que ha pensado en su propio contexto y debe dialogar, en igualdad de condiciones, en un reconocimiento de pares, sobre la producción artística. Ahora es posible repensar las propias colecciones fundacionales del Reina a partir de estas nuevas líneas de colección.

Sin embargo, de la idea de decolonizar de los museos me interesa mucho la posibilidad de contar otros relatos, de reescribir la historia. Creo que tu postura es muy crítica sobre la propia noción de relato. Me interesa tu opinión, porque muchos comisarios nos hemos formado a partir de esta idea del storytelling como, obviamente, de los ensayos curatoriales y las reescrituras historiográficas. ¿De qué otra manera podemos afrontar las colecciones y el trabajo comisarial para poner en jaque o repensar las instituciones museísticas?

CLÉMENTINE DELISS

La cuestión decolonial es un cambio de paradigma que se produjo en los noventa, cuando el arte se hizo global. Yo estudié arte en un momento en el que todo ocurría entre América del Norte y Europa occidental, con una red de galerías muy concreta y un debate entre artistas muy identificados. Y, de repente, todo aquello se abrió. Más tarde, en 2020, la muerte de George Floyd y el Black Lives Matter trajeron consigo un momento nuevo que exigía que se «ejercitara» la cuestión de lo decolonial. Uso el verbo ejercitar porque, en mi opinión, no se trata de desarrollar grandes ideas o de querer cambiarlo todo, hasta la propia definición de museo, sino de hacer ejercicios: proyectos modestos que no necesitan tres años de preparación ni grandes costos o gastos en seguros o escenografías, porque solo utilizan el material que ya se encuentra en el museo. Se trata, por tanto, de encontrar metodologías plurales, no estrictamente académicas, con las que llevar a cabo ese proceso decolonial. Yo, como mujer blanca, europea y de una cierta edad, defiendo una posición contraria a las disciplinas universitarias y a los museos que están sujetos a ellas y quiero encontrar medios que abran las cerraduras de estas colecciones.

Ahora trabajo como curadora independiente con una institución nueva, que abrirá en 2026 en Bruselas: el Kanal-Centre Pompidou. Al empezar el proyecto, me puse a investigar los diferentes museos de Bruselas. Fui a verlos todos. En un momento dado, quise ver sus depósitos, para lo que tuve que convencer a los conservadores. Se me ocurrió utilizar el concepto de trampa, de señuelo, deriva, trampantojo, de lo falso, las máscaras, de todas las permutaciones de lo tramposo. La reacción, tanto de los conservadores como de los museos, fue muy positiva. Recuerdo que el conservador del Museo de la Medicina, me dijo: «La trampa puede ser la trepanación del siglo xv», esa cirugía absolutamente delirante de horadar el cráneo para curar la locura. En el Museo Real de Ciencias Naturales, primero me enseñaron las trampas que tienen en sus depósitos para atrapar a los animales, como las nasas; luego, las quimeras, los falsos animales que se crearon en un determinado momento para hacerlos pasar por animales míticos, pero me dijeron que la gran trampa es la semántica, la taxonomía. Esta flexibilidad de poder cuestionar algo abre un imaginario político en el ámbito de las colecciones; nos va a permitir verlas fuera de los corsés, de las trampas disciplinarias.

Sobre qué hacer con esas colecciones, estoy de acuerdo en que se necesita el storyteeling, pero lo verdaderamente necesario es verlas enteras, sin que las dividan ni las seccionen, utilizando, como diría Merleau-Ponty, el «ojo de vagabundo». La historia del arte no debería seguir determinando los nuevos cánones. Hace falta otro proceso, y no es el de la restitución. La política de la restitución es sumamente importante, pero si nos impide acceder a las colecciones, porque nos aproximamos a ellas desde una perspectiva europea con el fin de restituir cierto número de obras, ¿qué pasa con el resto de las piezas?

El problema, como hemos dicho, es más bien arquitectónico, ergonómico; es decir, que nosotros, en tanto que seres humanos, tenemos que cambiar la manera de vivir los museos. Está muy bien que haya sillas por todas partes, pero también quiero que haya mesas de trabajo en las salas. Estoy convencida de que a los artistas contemporáneos no les importaría nada que hubiera una buena mesa de reuniones en la sala donde se expone su obra. Por ejemplo, Lubaina Himid, que ganó en 2023 el premio Maria Lassnig en Viena, con una dotación de 50.000 euros y una exposición en el UCCA Center for Contemporary Art en Beijing en 2025, pone grandes mesas de trabajo en sus exposiciones y el público puede reservar una para debatir y utilizar ese espacio como un lugar de encuentro y de intercambio en este momento en el que todo está tan viciado y cerrado. Esa es, en mi opinión, la política del museo del futuro. No se trata de preparar platos para congelar o descongelar y ofrecerlos al público sin más, sino de sacar las colecciones de los depósitos e invertir el dinero en crear espacios donde estas colecciones secundarias puedan mostrarse en lugar de hacerlo en escenografías cosméticas de un solo uso, que son insostenibles y cuestan un dineral. Por otro lado, al sacar de los almacenes esas colecciones secundarias se podría prescindir de las temáticas; es decir, no se iría al museo a ver una expo en torno a un artista o un tema, sino a ver las obras que ya están allí y poder rebuscar, leer libros, utilizar ordenadores, hacer traducciones, translocaciones. En definitiva, se pueden crear más y más relatos, una multiplicidad de narrativas no excluyentes.

AMANDA DE LA GARZA

Recuerdo una conferencia que diste hace un par de años en el CIMAM (Comité Internacional de Museos y Colecciones de Arte Moderno), en Palma de Mallorca, en la que mostrabas imágenes de personas frente a unos cuadros, donde se veía una lámpara de estudio. Hablabas de la posibilidad de crear este contacto cotidiano y constante con esas obras de arte, como una lógica corporal que, de alguna manera, genera una relación distinta con las obras. Lo que ahora planteas me recuerda al experimento sobre lo que produce esa relación continuada, constante, con las obras de arte y cómo estas metodologías experimentales pueden producir otro tipo de relaciones con los museos, convertirlos en otra cosa; es decir, es la transformación de esos vínculos lo que puede desembocar en el surgimiento de espacios de transformación en las instituciones.

CLÉMENTINE DELISS

En Kassel, Alemania, di clases a un grupo fantástico de jóvenes comisarias, todas ellas mujeres, y nos plateamos crear muebles para trabajar en el museo. Compraron unas sillas que se venden baratísimas en internet, las clásicas de director de cine, y las reconvirtieron en mesas con forma de lengua, con una bolsa en la que guardar los papeles y lámparas para trabajar en las salas donde se exponen vídeos, que están a oscuras. Pero lo más interesante era la idea de tener un pequeño estante y un pequeño proyector para hacer, como se dice en inglés, spaming. Se trataba de pensar en que una persona llega al museo, se sienta en una sala donde hay dos cuadros –según las normas de colgar las obras, habrá un espacio entre los dos– abre bluetooth y hace un spam en ese espacio vacío, lanza su banco de datos visuales que saca, por ejemplo, de Instagram, y se convierte en comisaria de su propia exposición, interactuando en ese trozo de pared entre los dos cuadros. Mirar de manera intensamente dialógica, no tener que seguir las relaciones visuales entre las piezas prescritas por el comisario, permite jugar con lo que se quiere ver. Eso me resulta muy emocionante, y lo he hecho varias veces. Son ejercicios, sin más.

V&A Dundee Museum. Escocia

V&A Dundee Museum. Escocia

Interior del MUAC, en Ciudad de México

Instalación del kosovar Petrit Halilaj para el Palacio de Cristal, 2021
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