¿De dónde viene el descontento democrático?
Montserrat Domínguez | Michael Sandel
La actual toxicidad política nace en los noventa con la globalización liderada por Bill Clinton, Tony Blair y Gerhard Schröder. Esa es la tesis de Michael Sandel, filósofo, profesor de Harvard y ensayista. De la sensación de traición que sintieron entonces las bases de sus partidos se han aprovechado los líderes hipernacionalistas, que hoy se erigen en sus vengadores. Durante esta conversación con la periodista Montserrat Domínguez, Sandel arrancó los aplausos de la audiencia, que celebró su diagnóstico sobre el malestar social y sus propuestas para combatirlo y recuperar espacios para el bien común
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
Antes de dedicarte a la filosofía, siendo un joven estudiante en Washington, quisiste ser periodista político y cubriste una parte importante del Watergate. Aunque luego tu carrera se encaminara hacia la filosofía, ¿esa experiencia cambió tu manera de ver la realidad y el mundo?
MICHAEL SANDEL
Lo primero, decir que este festival es impresionante. Cuando la gente oye hablar de filosofía, piensa que sucede en las nubes, muy por encima del mundo en el que vivimos. Sin embargo, la filosofía pertenece a la ciudad. Allí, en lugares públicos como esta plaza de España, personas de diferentes orígenes, formaciones y pareceres se congregan para pensar y debatir sobre las grandes cuestiones que importan, que es para lo que sirve la filosofía, y no sobre abstracciones alejadas del mundo.
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
Dentro de la tradición socrática que defiendes, la visión del mundo se conforma en el espacio donde se escucha al otro y se debate, y no a través de discursos o monólogos.
MICHAEL SANDEL
Sócrates no daba conferencias, tampoco se subía a un podio rodeado de estudiantes que tomaban notas, ni siquiera escribía libros. Caminaba por las calles de la ciudad, iba al puerto, hablaba con quienes trabajaban allí y planteaba preguntas que hacían reflexionar a la gente sobre sus vidas individuales y también como integrantes de la comunidad política. Esa energía, ese espíritu de investigación del que nació la filosofía occidental, es lo que necesita la democracia para florecer. En ese sentido, no lo estamos haciendo bien hoy en día.
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
¿Por qué?
MICHAEL SANDEL
En primer lugar, por la simpleza del discurso público, que se desarrolla a partir de términos vacíos. La ciudadanía de las democracias se siente frustrada con la política y la vaciedad del debate público. El discurso político actual consiste en una conversación tecnocrática muy restringida, que no inspira a nadie. Y cuando entra la pasión, se convierte en un ring en el que los contrincantes no se escuchan. La ciudadanía tiene hambre de algo mejor. La gente quiere que la vida pública gire en torno a cuestiones importantes: ¿qué es una sociedad justa?, ¿cuál debería ser el papel del dinero y de los mercados?, ¿qué nos debemos como conciudadanos? Sin olvidar, por supuesto, el gran debate, como el que se da en España, sobre si la tortilla de patata es mejor con o sin cebolla (risas).
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
Percibo, y me inquieta, que existe una voluntad deliberada de que nos gritemos y no nos escuchemos, lo que desacredita los sistemas democráticos y fomenta la desconfianza en el discurso público. Frente a este ruido está el interés, o la nostalgia, por figuras fuertes, poseedoras de la razón, que saben liderar al pueblo y le dicen cómo comerse la tortilla. Si dicen que es mejor con cebolla, no puede haber entendimiento con aquellos que la prefieren sin cebolla.
MICHAEL SANDEL
Hay figuras y movimientos políticos, con un enorme poder en democracias de diferentes partes del mundo, que poseen un interés deliberado en profundizar en la desconfianza que muchas personas sienten hacia las instituciones democráticas y la política en general. Estos personajes demagógicos manipulan dicha desconfianza y sacan rédito político del descontento social al utilizar el sufrimiento legítimo de las personas trabajadoras, en particular frente a las élites.
Yo sitúo el origen de este malestar en la era de la globalización neoliberal surgida hace ya cuatro décadas. Una globalización impulsada por el mercado y promovida y defendida tanto por el centro derecha como por el centro izquierda. Empezó en la derecha, con Reagan y Thatcher, que creían en aquello de «el Gobierno es el problema, el mercado es la solución». Les sucedieron políticos de izquierda: Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Gran Bretaña y Schröder en Alemania. Aunque suavizaron el discurso, nunca cuestionaron el presupuesto de que los mecanismos del mercado eran los instrumentos fundamentales para definir y lograr el bien común. Esto desembocó en una versión impulsada por los mercados de la globalización que vaciaba la política democrática. Presentaban la globalización neoliberal como si se tratara de un factor que escapaba al control de la democracia. Recordemos que Clinton decía que la globalización era una fuerza de la naturaleza, como el agua o el viento. Tony Blair la comparaba a las estaciones meteorológicas. Frente a quien decía que había que pararla, él defendía que era como debatir si el otoño debía seguir al verano. Esto llevó a una desigualdad creciente y al enriquecimiento desorbitado de las élites, dejando a la mitad inferior de la población con salarios estancados y sin empleo, debido a la deslocalización a países con salarios más bajos.
Los beneficios de la globalización no se compartieron. Sin embargo, esta no se presentó como una opción política, sino como una manera de adaptarse a fuerzas de la naturaleza, al clima. Esta manera de escribir la política generó malestares legítimos que aprovecharon los demagogos del hipernacionalismo de la extrema derecha, con un discurso de venganza contra las élites meritocráticas. Los hipernacionalistas, junto a los políticos mayoritarios de la era de la globalización, que presentaron la economía como algo que excedía la política, nos han llevado a la política tóxica de hoy en día.
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
Uno de los temas centrales de tu pensamiento es la dignidad del trabajo. La conciencia de que este no solo era el ascensor social, sino la garantía de llegar a fin de mes y poder aspirar a una vida mejor ya no existe. Ante unas elecciones en Estados Unidos [las del pasado 4 de noviembre] y ciclos electorales permanentes en Europa, donde se dan discursos que señalan la inmigración como la causa de la falta de dignidad en el trabajo, ¿qué debe hacer el discurso político para volver a poner el foco en la necesidad de que los trabajos sean la forma de ganarse la vida de manera decente?
MICHAEL SANDEL
El primer paso consiste en reconocer que el trabajo no solo es una manera de ganarse la vida. También debe permitir a la gente hacer su aportación a la economía y al bien común y ser una vía de reconocimiento. Parte de los malestares de los que se aprovechan las figuras populistas de extrema derecha son económicos y al mismo tiempo se asocian al honor, el reconocimiento y la autoestima. Mientras que Elon Musk gana millones de dólares, trabajadores que quizá no tienen una titulación universitaria pero cuyas aportaciones son utilísimas a la sociedad, la economía y el bien común, ven caer sus salarios, la estima social y el reconocimiento.
Cualquier tipo de renovación democrática ha de abordar tres fuentes de descontento. La primera es la dignidad del trabajo. La segunda, la sensación de desempoderamiento: la gente no se siente escuchada y tiene la impresión de que su voz no cuenta a la hora de configurar las fuerzas que gobiernan su vida. La tercera es la pérdida de comunidad, que viene acompañada de una erosión de la sensación de identidad. Hay un sentimiento de que el tejido moral de la comunidad –la familia, el barrio, el país– se ha ido deshaciendo. Cuando una persona siente que no se respeta lo suficiente su trabajo, que está desempoderada y ubicada en un mundo que no reconoce, busca culpables y es receptiva a apelaciones políticas que reafirmen una sensación de soberanía colectiva, lo que también implica venganza. De ahí que la cuestión migratoria proyecte esa enorme sombra y funcione de manera tan poderosa para los políticos internacionalistas, populistas y de derechas. La figura del migrante encaja con esa sensación de pérdida de comunidad, que es legítima pero que los políticos hiperpopulistas distorsionan, a la vez que la utilizan como chivo expiatorio.
La inmigración también conecta con la sensación de desempoderamiento. Personas que viven en zonas donde apenas hay migrantes sienten profundamente la amenaza de la inmigración. Este hecho responde a su sensación de falta de control sobre la soberanía nacional. La inmigración simboliza la sensación de desempoderamiento, la pérdida de comunidad y, en último término, de reconocimiento social. Los organismos políticos tienen que admitir estas frustraciones y ofrecer alternativas para combatir a los políticos hipernacionalistas antimigrantes que están explotando estos sufrimientos legítimos.
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
Durante décadas los periodistas fuimos los canalizadores de la opinión pública. Pecamos de mucha soberbia y hoy tenemos una responsabilidad. ¿Qué podemos hacer los periodistas y los ciudadanos en general, ya no solo los políticos, para defender el bien común y nuestro sentido de pertenencia y construir sociedades más justas para nosotros, nuestros hijos y quienes vendrán de fuera a cuidarnos? ¿Cómo podemos reforzar esos lazos cuando aquello que hacía crecer las comunidades ha desaparecido?
MICHAEL SANDEL
Hay que recrear, fortalecer y rehacer la sociedad civil desde dentro, a través de instituciones interclasistas y de espacios públicos comunes que reúnen en lo cotidiano a personas con distintas formas de vida, provenientes de contextos socioeconómicos diferentes. Me refiero a espacios públicos como el de este festival, pero también a contextos menos celebratorios que están presentes en la vida en común: parques, bibliotecas, transportes públicos, polideportivos, donde tradicionalmente se han reunido las personas en su vida cotidiana. No se trata de buscar una experiencia cívica, sino de compartir la experiencia cotidiana.
En los últimos años, el ámbito público como espacio de reunión ha empezado a erosionarse, y este es uno de los efectos más corrosivos de la desigualdad creciente. Cada vez más, los ricos están vaciando los espacios comunes, las escuelas e instalaciones públicas, porque no las usan. A quienes se pueden permitir enviar a sus hijos a colegios privados, no les importa la escuela pública. La democracia no necesita una igualdad perfecta, pero sí que los ciudadanos y las ciudadanas de contextos diferentes se encuentren, que interactúen en su vida cotidiana. Así es como aprendemos a negociar y a convivir con nuestras diferencias, así es como empieza a importarnos el bien común. Para evitar el desastre que supone eliminar estas instituciones públicas de encuentro entre clases, tenemos que renovar los espacios públicos.
Respecto a las redes sociales –por comparación a los medios de comunicación tradicionales–, estas también han contribuido al empeoramiento de las experiencias compartidas. Cuando era joven, me encantaban las noticias. Veía tres noticieros al día. No eran noticias 24 horas ni tampoco las veía en una pantalla, scrolleando y sintiéndome permanentemente ofendido, con ira, por todas las noticias que te llegan, que están siendo calculadas por las compañías de las redes sociales para que quedes atrapado en la pantalla. Hay un modelo de negocio muy perverso que depende de mantener nuestra atención fijada en la pantalla el máximo tiempo posible para que las empresas puedan acceder a más datos personales, cuyo único fin es vendernos cosas a través de estos dispositivos digitales. Este modelo de negocio está corroyendo la democracia, porque nos separa en burbujas de afinidad y alienta la forma sensacionalista más inflamatoria de combate ideológico, destruyendo la posibilidad del debate público razonable, del desacuerdo público razonable (aplausos).
En primer lugar, hace falta más regulación. Habría que obligar a estas compañías a cambiar su modelo de negocio para que no necesiten mantenernos delante de la pantalla el mayor tiempo posible. Debemos entrar en estas cuestiones de las redes sociales. Por su parte, los medios tradicionales tienen que reinventar y reimaginar su papel de catalizador del espacio público. Son demasiados pocos los periodistas que trabajan de manera seria y rigurosa. Tenemos que poner en cuestión el poder gigantesco de las compañías propietarias de las redes sociales para capturar nuestra atención y al final distraernos. Al mismo tiempo, hay que encontrar maneras de fortalecer y construir medios de comunicación tradicionales que ofrezcan plataformas para un debate razonable.
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
A propósito de la tecnología, quería hablar de la IA. Podemos ser tecnófobos y verla como una amenaza o entender que va a ayudar en numerosos campos, como ya lo está haciendo. La gran pregunta es ¿qué va a significar en términos de empleo y cómo afectará a su calidad? ¿Cómo debemos enfrentarnos a un cambio que intuimos que será sustancial en los mercados de trabajo en todo el mundo?
MICHAEL SANDEL
Coincido contigo en que la IA puede jugar un papel constructivo. No obstante, muchas personas la consideran una amenaza porque su primera aplicación, su uso más natural, es automatizar millones de puestos de trabajo. Uno de los motivos por los que damos por sentado que ese es su mejor uso se remonta a la era de la globalización, cuando sus defensores la describían como una fuerza de la naturaleza. Ahora escuchamos lo mismo sobre las nuevas tecnologías. Parece que tenemos que encontrar la forma de adaptarnos a ellas. Pero ¿la decisión de que la sustitución del trabajo humano por el de robots es el uso más beneficioso de la IA viene dada por la naturaleza o la toman desde Silicon Valley, sin ningún debate público, los empresarios de la high tech?
Me pregunto por qué el uso de la alta tecnología debería decidirlo el capital riesgo de Silicon Valley, en lugar de los ciudadanos en un debate democrático, en el que nos planteemos cómo puede la IA servir al bien común. La respuesta es que la IA es un producto de ese capital riesgo, es decir, de la inversión privada, y damos por hecho que la vamos a utilizar para reducir el coste y precarizar el trabajo, pero ¿dónde queda el debate público en torno a la dirección que debería tomar? Para que se produzca este debate haría falta inversión pública. Hay que recordar que la innovación tecnológica ha sido facilitada por una enorme inversión pública, aunque ahora solo se benefician las empresas. La vacuna del covid es un ejemplo de inversión pública y beneficio privado. En el caso de la IA, ¿por qué no mantener un debate público sobre cómo utilizarla para que los trabajadores sean más productivos y no para que sean sustituidos, sino para que sus salarios mejoren y reflejen este aumento de la productividad? Se trata de una cuestión política que podríamos debatir democráticamente. El no hacerlo no solo daña el trabajo y la dignidad del trabajo, también hiere a la democracia, porque permite a estas empresas tecnológicas acaparar un poder y una riqueza inmensos. Y más aún, despolitizar una cuestión pública que habría que debatir democráticamente.
Allá por los ochenta y noventa, debatir acerca de la globalización era como discutir sobre si el otoño sigue al verano. Hoy, echando la vista atrás, vemos lo despolitizante de esta forma de plantear una transformación política. Blair lo decía con autosatisfacción, de una manera que hoy nos resulta hasta inocente: utilizaba la analogía de las estaciones para referirse a algo inmutable, como lo eran las estaciones o el clima; ahora, cuatro décadas más tarde, sabemos que ninguno de los dos son inalterables. Algunos científicos nos advierten de que si no hacemos algo verdaderamente radical, el verano durará la mitad del año al final de siglo. Esto sugiere que aquello que parece necesario e inalterable en un momento histórico no lo es en otro. Si vamos a abordar el cambio climático, es necesario debatir como ciudadanos democráticos si, efectivamente, el otoño va a seguir al verano. Depende de nosotros. Al igual que depende de nosotros la dirección que tome la tecnología. Si entendemos su capacidad de desempoderarnos como una fuerza a la que sencillamente nos tenemos que adaptar, asumimos el desempoderamiento que lleva a la gente a desconfiar de la política y de los tecnócratas. Su desconfianza es lógica, pero los políticos no son conscientes de este fracaso; han abierto el camino a quienes están explotando esa desconfianza para hacer una política realmente siniestra.
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
La necesidad de aprender, cuestionar y debatir te llevó, con solo dieciocho años, a enfrentarte con el que más tarde sería presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, que entonces era gobernador de California. Me gustaría que explicaras de dónde nace esa necesidad.
MICHAEL SANDEL
Siempre me interesó la política. Cuando tenía dieciocho años, en el instituto, me eligieron presidente de los estudiantes. A esa edad pensaba en dedicarme a la política o al periodismo político. El instituto estaba en California, en el mismo distrito en el que vivía Reagan. Yo participaba en un club de debate y me pareció interesante invitarle. Además, sería fácil rebatirle. Los estudiantes éramos todos de izquierdas, ninguno compartía el pensamiento político del futuro presidente, nuestras perspectivas eran opuestas: él estaba a favor de la guerra de Vietnam, en contra de la seguridad social, en contra del voto para las personas de dieciocho años…
Mi madre leyó en una revista que le gustaban las gominolas Jelly Beans. Compré seis bolsas y se las llevé a su casa con la invitación. Dos días más tarde, su oficina me informó de que vendría. Al debate asistieron 2.400 estudiantes. Yo me lo había preparado y le reté. Él se tomaba cada pregunta en serio y respondía con respeto, encanto y sentido del humor. Media hora después, vi que no avanzaba en el debate y pedí a los alumnos que plantearan preguntas, a las que Reagan respondió de la misma manera. Le despedimos con aplausos, él subió a su limusina, se fue y nosotros nos quedamos preguntándonos qué es lo que había ocurrido. No nos había persuadido con ninguna respuesta, pero nos había encantado. Sería imposible que ocurriera hoy algo similar con Donald Trump.
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
¿Qué va a pasar en Estados Unidos? ¿Hay posibilidades de detener a Trump después del aprendizaje que obtuvo en su primera presidencia y de años de reivindicación del odio y la venganza?
MICHAEL SANDEL
Será una elección muy reñida, imposible de predecir. Harris ha recuperado la pérdida de apoyos que había generado Biden durante el debate, pero, a pesar de su éxito, de su energía, sensibilidad y de la esperanza que ha generado entre los demócratas, atrayendo a muchos jóvenes, no ha superado el umbral de Biden. En cuanto a Trump, después de los disturbios en el Capitolio sigue contando con un enorme apoyo. Ha sabido canalizar todo ese sentimiento de agravio. Parte de su atractivo para algunos es su mensaje racista, xenófobo y misógino. Pero no es el único motivo que explica el apoyo que recibe. Los demócratas están cometiendo un error, al igual que muchos partidos políticos de Europa. Se equivocan al pensar que se trata de una cuestión de racismo, misoginia o xenofobia. No es así: existe un malestar real, los agravios son reales. Además, se enredan con estos sentimientos siniestros, pero provienen de la sensación de traición que sienten muchas personas trabajadoras. Sobre todo, se sienten traicionadas por los partidos socialistas o de centro izquierda, sus antiguos representantes frente a los poderosos, que les defendían ante las grandes corporaciones y las acumulaciones de riqueza. En las últimas décadas esto se ha invertido. Los partidos de centro izquierda, ya en 2016, se identificaban cada vez más con los intereses, valores y perspectivas de la clase profesional con titulación universitaria, mucho más que con la clase trabajadora que en su día representaba su base de votantes. En el referéndum sobre el Brexit vimos que las personas sin estudios universitarios votaban para salir de la UE y aquellas con estudios universitarios para permanecer. Lo mismo pasó en Estados Unidos entre Hillary Clinton y Donald Trump.
Biden ganó a Trump porque provenía de una familia más humilde y no se veía a sí mismo como parte de la élite meritocrática. De hecho, ha sido el primer candidato a presidente que ha estudiado en una universidad pública. Ganó lo justo para ser elegido frente a Trump gracias a que apeló a la dignidad del trabajo. En mi opinión, ha sido mucho mejor presidente de lo que se esperaba. Con un Congreso dividido, ha llevado a cabo una legislación que se aparta de la fe ciega en el mercado neoliberal, que subrayaba la inversión pública y en infraestructuras públicas, y ha tratado temas como el cambio climático o la transición a una economía verde. Ha logrado mucho más de lo conseguido por sus antecesores neoliberales, pero no ha sido capaz de traducir estos logros en una visión de gobernanza. No ha sabido explicar que los pasos que ha dado se alejan de la fe neoliberal. Cuando empezó la ola de inflación y ante la subida constante de precios, a la gente no solo le preocupaba perder capacidad adquisitiva, sino perder el control sobre su destino. Esto alimentó la sensación de agravio, de frustración, descontento y desempoderamiento. Ahora la inflación está por debajo del 3%, pero Biden no ha sido capaz de traducir ese logro en un proyecto democrático de renovación.
El partido demócrata en Estados Unidos y la socialdemocracia europea necesitan articular una visión nueva que vaya más allá de la fe en el mercado y en las soluciones tecnocráticas, más allá del orgullo meritocrático, ese que dice que los exitosos han triunfado por sus propios méritos. Se trata de reconectar con las luchas cotidianas de la gente trabajadora y aspirar a una sensación de pertenencia, de comunidad nacional. El centro izquierda se equivoca a la hora de permitir que la derecha explote el espíritu patriótico de pertenencia.
MONTSERRAT DOMÍNGUEZ
La política se perdió a un gran personaje, porque tienes el gusto, el radar y el pulso precisos, pero la filosofía y la ciudadanía hemos ganado mucho con tu reflexión profunda sobre la sociedad, el bien común, y a qué debemos aspirar como ciudadanos.