Ganar una Guerra, Perder el contrato social

Jorge Tamames

Jorge Tamames, doctor en ciencias políticas y profesor en la Universidad Carlos III de Madrid, entrevista a Fritz Bartel, autor de El triunfo de las promesas rotas, recién publicado por Lengua de Trapo y Círculo de Bellas Artes. El libro, que ha obtenido entre otros premios el Presidential History Book Prize de 2023, cuenta la historia de fondo del colapso de la Unión Soviética y el nacimiento del neoliberalismo desde una perspectiva nueva. Su tesis muestra que el fin pacífico de la Guerra Fría no se debió al triunfo de la libertad sobre la autarquía, sino a la incapacidad del bloque soviético para romper las promesas hechas a sus ciudadanos, mientras que las democracias occidentales, con Thatcher y Reagan a la cabeza, no pusieron problemas a la hora de liquidar el contrato social de la posguerra, que buscaba asentar las bases de una prosperidad creciente 
y compartida, para cumplir con la austeridad impuesta por los mercados.

Entrevista con Fritz Bartel

Profesor de relaciones internacionales en la Escuela Bush de la Universidad de Texas A&M, Fritz Bartel es el autor de El triunfo de las promesas rotas, que Lengua de Trapo y el Círculo de Bellas Artes acaban de publicar en español, con traducción de Carlos Corrochano. Se trata de un ensayo tan riguroso como sugerente. Bartel sostiene que el nacimiento del neoliberalismo y el fin de la Guerra Fría formaron parte de un mismo proceso, que arranca en 1973, con la primera crisis del petróleo. El proceso en cuestión: romper las promesas de la posguerra, el contrato social que –tanto en Occidente como en el Este– buscaba asentar las bases de una prosperidad creciente y compartida.

A medida que los mercados energéticos y financieros empujaron a gobiernos comunistas y capitalistas a adoptar medidas de disciplina económica impopulares, los segundos, –con Ronald Reagan y Margaret Thatcher a la cabeza– lograron adaptarse mejor. El resultado fue una victoria pírrica sobre el bloque soviético. Hoy el Pacto de Varsovia es historia, pero la desigualdad económica y la precariedad social acumulan casi medio siglo en alza.

La entrevista con Bartel se realizó por videollamada el 23 de octubre. Como trasfondo: el legado envenenado de romper promesas, la mala salud de hierro del neoliberalismo y unas elecciones en las que Estados Unidos se juega la propia noción del contrato social.

Estamos acostumbrados a recordar la Guerra Fría como un conflicto entre los bloques occidental y soviético. Pero tú la enmarcas como una competición donde la diferencia clave no es entre bloques, sino entre periodos temporales: los años de la posguerra y 1973-1990. Distingues entre un primer momento en que los gobiernos de todo signo hacían y cumplían promesas a sus ciudadanos, y otro en el que las rompen.

Descubrí que la explicación geopolítica del final de la Guerra Fría –la idea de que Reagan y Gorbachov empezaron a confiar el uno en el otro e iniciaron un proceso de desarme– no se correspondía con lo que encontraba al investigar. En cambio, sí tenía mucho que ver con la adopción de programas de austeridad en la década de 1980, en países como Polonia y Hungría; o la amenaza de adoptarlos en la República Democrática Alemana e incluso en la Unión Soviética. Programas impulsados por la deuda externa con el sistema capitalista mundial, con gobiernos occidentales y bancos privados.

Esto parecía lo contrario de lo que yo entendía como las mejores versiones del capitalismo democrático y el socialismo de Estado. En las primeras fases de la Guerra Fría, estos sistemas competían por prometer a sus ciudadanos una versión mejor de la modernidad industrial. En Occidente, el Estado intervenía –aunque en menor medida– para redistribuir las ganancias del mercado, mientras que el bloque soviético ofrecía menos libertad política y más igualdad económica. Pero ambos bandos se esforzaban en este sentido.

Buscaba un lenguaje que reflejara todo esto, y en un tren en Berlín pensé: «quizá cada bloque empezó la Guerra Fría haciendo promesas y terminó el conflicto rompiéndolas. Quizá el principio rector del conflicto era que sobreviviría el bando que consiguiese romper aquellas promesas». No me atrevería a hablar de victoria, porque uno no piensa en romper promesas como un éxito, pero ese era el reto que se planteaba: cómo romper o renegociar las promesas que se habían hecho previamente.

Lech Walesa durante la huelga en el astillero Lenin, de Gdan´ sk, Polonia, agosto de 1980

Lech Walesa durante la huelga en el astillero Lenin, de Gdan´ sk,
Polonia, agosto de 1980

El libro podría titularse El triunfo de romper promesas. Políticos como Thatcher y Reagan demuestran una gran capacidad para ello. Pero el legado de las promesas rotas son la desafección política y la desigualdad económica, que hoy están en la base del malestar de nuestras democracias.

Ese sería el título si se tratara de resumir el argumento del libro. El triunfo de las promesas rotas es algo más pasivo. Me interesaba examinar en qué consistiría exactamente ese triunfo. Hay toda una escuela, sobre todo en Estados Unidos, de triunfalismo con la Guerra Fría, que dice que Reagan, al hablar de libertad y aumentar el gasto en defensa, llevó a la Unión Soviética a la bancarrota. He intentado cuestionar esa idea de triunfo. ¿Es romper promesas un tipo de triunfo del que uno debería sentirse orgulloso o debería preocuparse?

A largo plazo, lo que parece es una forma inviable de gobernar una sociedad democrática. ¿Qué promesas del periodo de posguerra se rompieron y cuál fue la consecuencia de su abandono?

El año 1979 es para mí un punto de inflexión. Antes, los gobiernos habían logrado el pleno empleo, el aumento de los ingresos y un estado del bienestar ampliamente concebido para la mayoría de sus ciudadanos. Simplificando, después de 1979, Europa, en términos generales, fue más capaz de mantener el estado del bienestar y la seguridad laboral. Así que no hubo tantos recortes salariales, pero desapareció el pleno empleo.

Estados Unidos toma una decisión diferente. Rápidamente recupera el pleno empleo, pero se hace cada vez más difícil mantener cualquier tipo de estado de bienestar. Y los ingresos se estratifican mucho más. Si eres un profesional con estudios, te va bastante bien, y el extremo superior de la distribución de la renta se dispara. Pero esto significa más desigualdad económica. Así que las promesas incumplidas tienen que ver con el aumento de la precariedad y el desprecio total por un ideal de igualdad de cualquier tipo. Por supuesto, este ideal ha vuelto como una aspiración en los últimos diez años. Mucha gente habla ahora de ello. Hay incluso acciones políticas para tratar de hacer algo al respecto, pero no hablamos de un ataque frontal ni total a la desigualdad.

El libro también cuestiona las narrativas convencionales sobre el final de la Guerra Fría. Muestra cómo los dirigentes más ortodoxos de la URSS apoyaron la perestroika de Gorbachov. Y, como señalan otros estudios –por ejemplo 1989, de Mary Elise Sarotte–, lo que le lleva a aceptar la reunificación alemana es la necesidad de ayuda económica.

Es el momento más conocido de dependencia económica por parte de la Unión Soviética. Pero hasta ahora este relato no tenía ningún contexto. No se sabía por qué Gorbachov estaba obsesionado con recibir ayuda económica a cambio de concesiones políticas. Parecía un líder débil e ingenuo. Y no teníamos una historia de fondo de cómo el bloque soviético en general, no solo Gorbachov, llegó a estar tan enredado en los mecanismos financieros occidentales.

Cuando empecé este proyecto, pensaba que los mundos comunista y capitalista estaban económicamente separados. Seguimos pensando que el mundo socialista era autárquico, al menos en lo que se refería a su política económica exterior. Y esa percepción impide a mucha gente explorar sus relaciones financieras con Occidente o con la economía mundial. Empecé a atar cabos y vi que ese momento de Gorbachov pidiendo dinero a cambio de la reunificación alemana no fue una especie de excepción a la regla, sino la regla misma durante las décadas de 1970 y 1980.

Los regímenes soviéticos que examinas, según la tipología clásica de Juan Linz, eran «postotalitarios», en contraste con las dictaduras del sur de Europa, que solo eran «autoritarias» y, supuestamente, más fáciles de democratizar. Pero tu relato deja claro que estos gobiernos, aunque no fueran democráticos, sí eran enormemente cautelosos a la hora de romper sus respectivos contratos sociales.

Tenía muy presente la literatura acerca del socialismo tardío, que entendía que existía una especie de acuerdo, sobre todo después de la Primavera de Praga. Los gobiernos prometían a sus ciudadanos que iban a aumentar sostenidamente su nivel de vida, que les protegerían de las crisis que sacudían el mundo capitalista. 
A cambio, la ciudadanía daba su silencio y aquiescencia política. Cuando me puse a investigar los archivos, encontré mucho respaldo de esta tesis. Era un principio rector, un contrato social que no podían transgredir.

En la crisis polaca de 1980 el gobierno intentó romper algunas de estas promesas liberalizando los precios. Esto provocó una enorme reacción social, la creación de Solidaridad –el sindicato y movimiento social opositor–, y casi termina con el derrumbe del Estado polaco. En todo el mundo comunista se entendió como una advertencia: esto es lo que pasa cuando se rompen los contratos sociales. Por eso no volvieron a intentarlo hasta el final de la década.

Los tanques M-48 de Estados Unidos se enfrentan a los T-55 de la Unión Soviética en Checkpoint Charlie, Berlín, octubre de 1961

Los tanques M-48 de Estados Unidos se enfrentan a los T-55 de la Unión Soviética en Checkpoint Charlie, Berlín, octubre de 1961

Hablemos del momento en que la austeridad se vuelve inevitable. Se da la paradoja de que los regímenes soviéticos se ven atados de manos porque no dependen de sus votantes. La legitimidad democrática es clave para imponer políticas impopulares. En Polonia, Solidaridad obtiene una victoria electoral aplastante en 1989, y solo entonces empieza un periodo excepcional, en el que es posible tomar decisiones difíciles sin un coste político prohibitivo. Esto parece lo contrario de lo que Naomi Klein describe en La doctrina del shock, donde los ajustes económicos exigidos por entidades extranjeras se hacen rápida y brutalmente, para evitar la contestación social.

Todavía no tengo una opinión clara sobre esto. Se podría decir que sostengo que las elecciones democráticas son una farsa, una tapadera para que los intereses financieros globales impongan sus intereses a una sociedad refractaria. Y creo que es cierto: en Polonia o en Hungría las élites financieras –nacionales y occidentales–, el FMI y los banqueros privados consideraron las elecciones como un trámite para adoptar el programa que ya tenían preparado. Al mismo tiempo, me tomo muy en serio las ideas de los trabajadores polacos, de los disidentes polacos, de cualquiera que se resistiera al gobierno comunista. Pensaban que estas elecciones importaban de verdad, que la austeridad debía ser llevada a cabo por un gobierno que los propios polacos habían puesto en el poder. Por eso escribo que 1989 fue la cúspide del poder popular, pero también el momento en que el poder popular fue superado. El mero hecho de celebrar elecciones privó de poder a muchas personas que se resistían a la austeridad. El resultado fue el que buscaban los intereses financieros.

Hay una narrativa que enmarca todo esto como una imposición de los intereses occidentales, del FMI y del Tesoro de Estados Unidos. Cuanto más conocemos la historia global del neoliberalismo, más comprendemos que había muchos economistas autóctonos, gente que ideaba estos programas por su cuenta, no solo en Europa del Este. Puedes estar en total desacuerdo con los programas, pero no se trata simplemente de una imposición occidental. Me sigue pareciendo muy desconcertante que en esa época las soluciones neoliberales estuvieran apareciendo en todo el mundo, casi independientemente del origen ideológico. Aparecen tanto en la URSS como en Estados Unidos. Por eso considero que es una época de romper promesas, a diferencia de la época de hacer promesas que la precedió.

Mijaíl Gorbachov y Ronald Reagan firman en la Casa Blanca el tratado sobre armas nucleares de rango intermedio (INF), 8 de diciembre de 1987

Mijaíl Gorbachov y Ronald Reagan firman en la Casa Blanca el tratado sobre armas nucleares de rango intermedio (INF), 8 de diciembre de 1987

Un admirador de Reagan podría leer tu libro y suscribir tus tesis. Es decir, concluiría que el capitalismo, al dar poder al mercado, permite que se produzcan ajustes económicos eficientes sin contestación social; y que las elecciones sirven para legitimar decisiones que deben tomarse para que la gente no viva por encima de sus posibilidades.

Sí, me di cuenta según lo terminaba. Un neoliberal podría leerlo y decir que se siente cómodo con las consecuencias sociales negativas de romper promesas porque, en última instancia, era necesario. Como dijo Thatcher: «No hay alternativa». En ese caso, los mercados son buenos para distribuir las malas implicaciones de las decisiones colectivas, porque la toma de decisiones está más descentralizada que en el socialismo de Estado. En Estados Unidos, por ejemplo, el presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, recurre al monetarismo y dice que el mercado va a determinar el tipo de interés porque sabe que el banco central no será políticamente capaz de subir los tipos tanto como él cree necesario. Mientras que en Polonia todo, hasta el precio del pan, lo decide el Estado, lo que significa que cualquier movimiento en el precio del pan puede convertirse en un problema político. Así que los mercados y las elecciones se complementan en una época en la que se rompen promesas.

Pero eso no significa que este sea el resultado social óptimo de este periodo, ¿verdad? Gran parte de lo que consideramos el periodo neoliberal es también producto de una coyuntura particular que no era en absoluto inevitable. Si Volcker hubiera llegado a la Reserva Federal sin Reagan, o si Jimmy Carter hubiera ganado la reelección, los acontecimientos en Estados Unidos podrían haber sido muy diferentes. Podríamos haber tenido unos años ochenta muy distintos. Al neoliberal que lea mi libro y diga «sí, esto suena muy bien», le respondería que mucho de lo que se hizo era totalmente innecesario. No estoy seguro de que se pueda hablar así de la historia, decidir qué es innecesario y qué no, pero se puede demostrar que muchos de los costes sociales incurridos y muchas de las promesas rotas eran evitables.

A nivel sociológico, aceptar un sistema en el que aspectos fundamentales de tu vida dependen de los vaivenes del mercado tampoco parece ideal. Exige un modelo de ciudadano que apenas se implica en la deliberación democrática.

Por qué no decirlo en una entrevista: ese es el reto que me plantea este libro. Podemos describir el neoliberalismo como la despolitización del espacio público. Mi libro examina qué ocurre cuando los espacios se politizan o democratizan, pero luego se ven impactados por una crisis, como ocurrió en los años setenta. En esos momentos, ¿qué impide que se vuelva a la idea de que basta con el mercado para resolver los problemas de la sociedad? Por supuesto, nada está predeterminado. Pero el libro sugiere que volver a un proceso de despolitización sería una forma recurrente de resolver el problema de la disminución de expectativas y posibilidades. De modo que estos periodos son muy difíciles para los proyectos de mayor democratización. Como historiador que intenta reconstruir el pasado, no tengo una gran respuesta a este problema, pero es algo en lo que sin duda pienso.

Tu libro identifica fuerzas estructurales –la energía, los mercados financieros, las políticas de austeridad– que constriñen las opciones de diferentes países en los años setenta y ochenta. Pero el nacimiento del neoliberalismo también dependió de individuos concretos y circunstancias fortuitas. Como líder de la oposición y durante el primer mandato, Thatcher estuvo a punto de fracasar en repetidas ocasiones; le salvó la invasión argentina de las Malvinas. ¿Identificas otros puntos de inflexión en los que las cosas podrían haber cambiado radicalmente?

El shock de partida de mi libro es la crisis del petróleo de 1973, en parte provocada por un acontecimiento geopolítico [la guerra del Yom Kippur], pero también determinada por el fin del sistema de Bretton Woods, la pérdida de valor del dólar, resultado en parte de la incapacidad de Estados Unidos para seguir siendo un productor de petróleo determinante en los mercados mundiales. No hay nada que diga que esta combinación de acontecimientos tuviera que conducir a una cuadruplicación del precio del petróleo, pero como estos procesos se desarrollaron al mismo tiempo, así fue.

También está la cuestión de la inflación en Estados Unidos. Debido al papel que este país desempeña en la economía mundial, sus problemas se convierten en los problemas predominantes de cada momento. Para que no surgiera el orden neoliberal, habría que haber evitado la espiral inflacionista en Estados Unidos tal como se desarrolló. En 1979, la inflación se sitúa en torno al 13%. Luego está la segunda crisis del petróleo, que es en sí misma también una especie de acontecimiento contingente. Eso es lo que lleva a Volcker a la presidencia de la Reserva Federal y le permite convencer a sus colegas de que el monetarismo y un enorme aumento de los tipos de interés es la solución. Si el problema inflacionista se hubiera abordado mucho antes, en la década de 1960, es muy posible que este giro nunca se hubiera producido.

Pienso que hay muchos puntos de inflexión. Thatcher podría no haber sido reelegida; Volcker podría no haber presidido la Fed; Reagan ciertamente nunca tendría por qué haber llegado a la presidencia. Y una vez en el cargo, su programa económico se habría derrumbado muy rápidamente de no ser por el papel especial que desempeña el dólar estadounidense en los mercados financieros globales. Al final, la Reaganomics dominó la derecha estadounidense al menos hasta el ascenso de Donald Trump y, en cierto modo, definió cuatro décadas de economía política estadounidense. Esa es una clara tensión que recorre el libro: es un relato estructuralmente determinado, con algunos enormes puntos de contingencia en su interior.

¿Estamos en una época posneoliberal? Pienso en esa tríada energía-finanzas-austeridad tras la invasión rusa de Ucrania. Europa cortó muchos de sus vínculos energéticos con Moscú; Rusia fue sometida a un régimen implacable de sanciones, incluyendo la expulsión de sus bancos del sistema SWIFT. Pero ni el suministro energético europeo ni la economía rusa se hundieron. En cuanto a la austeridad, el FMI insiste en realizar ajustes fiscales menores para lograr un «aterrizaje suave», pero no parece haber interés por volver a los recortes de los 2010.

Interpreto estos acontecimientos de manera parecida. Muchos lugares del mundo, y en particular los que estudio –América del Norte, Europa, Rusia y el espacio postsoviético– se han hecho más flexibles a la hora de responder ante estas tres variables. Nuestras economías se han vuelto más resistentes a los ajustes de los precios de la energía. Los gobiernos también han hecho más para mitigar los choques de precios de lo que hubieran hecho incluso hace diez años. Así que la energía sigue produciendo enormes sacudidas, pero no genera, al menos todavía, el tipo de cambio político que forzó durante la historia que examino. Lo mismo ocurre con la economía rusa. Hubo muchas predicciones de que se hundiría por las sanciones, y creo que hay pruebas claras de que los ciudadanos rusos de a pie están sufriendo hasta cierto punto. 
A largo plazo, su economía va a estar en un nivel mucho más bajo que antes. Pero no supuso el shock que muchos anticiparon.

En mi opinión, esto tiene que ver con un aumento de la flexibilidad de los contratos sociales. Ahora las poblaciones se sorprenden menos cuando se reescriben estos contratos, porque en la era neoliberal se han roto constantemente. Especialmente en Rusia. Vladímir Putin se comprometió a restaurar la estabilidad y el crecimiento, pero ni de lejos con el tipo de promesas que se hicieron durante el periodo soviético. Creo que romper promesas es un reto político más asumible en las décadas de 2010 y 2020 de lo que fue en la de 1970, cuando parecía una amenaza existencial a ambos lados del Telón de Acero.

Nada indica que esto seguirá siendo así para siempre. El libro también señala que, a medida que se pierde legitimidad democrática –o si nunca se tuvo–, romper promesas se hace cada vez más difícil, hasta que un día la población se niega en redondo a aceptarlo. Esto puede estar sucediendo en el presente, pero solo el tiempo lo dirá. El libro habla también de que estas conmociones, que tuvieron lugar en 1973, tardaron hasta 1989 en manifestarse plenamente. Tuvieron que pasar casi dos décadas para que todos sus efectos políticos se hicieran sentir. Es posible que nos encontremos en un momento similar, pero no veremos los efectos plenos de las conmociones actuales hasta dentro de varios años.

Sugieres que nuestras sociedades necesitan mejorar a la hora de hacer promesas y cumplirlas. ¿Cuáles serían las líneas de actuación importantes de cara al futuro, en términos tanto de recuperación como de ampliación del contrato social?

Desgraciadamente, me parece que la cuestión más importante y más divisiva será quién forma parte de este contrato. A quién se hacen las promesas. En Estados Unidos, tenemos elecciones en dos semanas. Trump está prometiendo, de una manera un tanto nostálgica, que los trabajadores blancos del acero recuperarán de alguna forma sus puestos de trabajo. Que esos empleos no se los llevará China nunca más, o algo así, pero…

…pero, sobre todo, plantea que algunas personas no son sujetos que merezcan derechos ni promesas. Y la inmigración parece el baremo clave.

La cuestión que Trump está planteando es quién no está sujeto a las promesas de Estados Unidos en un momento en el que los medios son escasos. Por supuesto, también hay varias versiones de este tipo de política en toda Europa; toda una literatura sobre las diferentes extremas derechas. La extrema derecha también tiene, por ejemplo, formas de adaptarse al cambio climático. Dirá: de acuerdo, vamos a hacerlo. Pero vamos a asegurarnos de que lo hacemos protegiendo a nuestro grupo, sea quien sea ese grupo.

Por eso creo que la pregunta que hoy debemos plantearnos es: ¿a quién se hacen las promesas? Una vez que hayamos respondido a eso, podremos volver a la pregunta original de cómo podemos hacer y mantener nuevas promesas. Primero tenemos que preservar un mundo donde estemos abiertos a formas de política abiertas, en las que el alcance de las políticas públicas pueda expandirse, ¿no? Y mientras, nos aseguramos de que se incluye a nuevas personas en el propio acto de hacer promesas. Sería de esperar que seamos capaces de pensar cuáles deben ser esas promesas. Por desgracia, me parece que en el mundo en que vivimos ninguna de las dos cosas está asegurada.

PUBLICACIÓN EL TRIUNFO DE LAS PROMESAS ROTAS. EL FIN DE LA GUERRA FRÍA
Y EL AUGE DEL NEOLIBERALISMO

SEPTIEMBRE 2024
AUTOR FRITZ BARTEL
EDITORIAL LENGUA DE TRAPO/CÍRCULO DE BELLAS ARTES
TRADUCCIÓN Y PRÓLOGO CARLOS CORROCHANO

Publicado en