Por qué la tortura es siempre un error
Bob Brecher
En este artículo, que sirvió de base a la conferencia que impartió en el Círculo, Bob Brecher desmonta la idea de los juristas y filósofos que justifican la tortura en el caso extremo del «escenario de la bomba de relojería». En su análisis, Brecher mantiene que incluso en esa circunstancia la tortura es un error porque «supone destrozar a un ser humano. Es lo peor que una persona puede hacerle a otra; mucho peor incluso que matarla».
© TRADUCCIÓN DE VICENTE ORDÓÑEZ ROIG
Incluso quienes piensan que la tortura está justificada y es necesaria en determinadas circunstancias la consideran, como mínimo, indeseable. Abordaré la cuestión analizando el caso extremo en el que autores como Alan Dershowitz, Richard Posner, Michael Walzer o Uwe Steinhoff justifican la tortura: el llamado «escenario de la bomba de relojería». Puesto que siempre ofrecen una justificación consecuencialista (nadie piensa que la tortura sea en modo alguno «buena en sí misma»), me limitaré a utilizar los argumentos consecuencialistas, porque cualquier objeción no consecuencialista a la tortura simplemente invita a dar como respuesta: «Tanto peor para el no consecuencialismo».
Mi argumento principal consta de dos partes: la primera, el escenario de la «bomba de relojería» se desmorona cuando se analiza; la segunda, aunque no fuera así, las consecuencias probables de permitir la tortura serían peores que la explosión de la bomba. Por último, expondré brevemente un caso real. Pero antes quisiera señalar qué condiciones debe cumplir un acto para ser considerado tortura. En The Logic of Torture. Social Theory and Practise (1996), Christopher Tindale, adaptando la Convención contra la Tortura de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1994, lo expresa con especial claridad: tortura es
«todo acto por el cual se inflige intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella, o de un tercero, información, una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o deshumanizar a esa persona o a otras.»
Supongamos que existen motivos fundados para pensar que alguien ha colocado en algún lugar de una ciudad una bomba que estallará muy pronto, mutilando y matando a cientos, incluso miles, de personas. Salvo un individuo que se encuentra bajo custodia, nadie sabe dónde está la bomba y, obviamente, esa persona no tiene intención de revelarlo. Tal vez la haya puesto ella misma; tal vez no. En cualquier caso, permanece en silencio. ¿Debe ser torturada con el fin de obligarla a revelar el paradero de la bomba? No. El escenario que he esbozado es engañosamente simplista. Incluso si no lo fuera, las consecuencias de torturar a la persona sospechosa serían aún peores que la carnicería que causaría la bomba.
POR QUÉ EL ESCENARIO DE LA BOMBA DE RELOJERÍA NO FUNCIONA
El escenario de la «bomba de relojería» no presenta más que un conjunto de conjeturas muy cuestionables; además, cuanto más probables son algunas de sus condiciones, menos lo son el resto. En primer lugar, este escenario supone que los interrogadores saben que su prisionero tiene la información que ellos necesitan. De lo contrario, se nos está pidiendo que aprobemos torturar a alguien que puede saber dónde está la bomba y, por tanto, que aprobemos torturar a cualquiera que pueda saberlo. ¿Qué probabilidades hay, entonces, de que las autoridades hayan detenido a «la persona adecuada»? El defensor más notorio de la tortura en un interrogatorio, el abogado y escritor estadounidense Alan Dershowitz, en su libro Why Terrorism Works (2002), únicamente ofrece una afirmación sin referencias de que, en Israel, «apenas existen dudas de que se han prevenido algunos actos de terrorismo que hubieran llevado a la muerte de muchos civiles». Por su parte, en Political Action: The Problem of Dirty Hands (1973), el filósofo liberal Michael Walzer, habla de «un líder rebelde detenido que sabe, o probablemente sabe, la localización de una serie de bombas». La bibliografía al respecto, en la que principalmente se cita el caso de Israel, solo ofrece conjeturas. Pero ¿hasta qué punto es probable que las autoridades tengan para esta cuestión la certeza de la que carecen en otros asuntos? Esta es una de las razones por la cual los escenarios imaginarios, por muy útiles que resulten para reflexionar sobre problemas filosóficos, no pueden servir de base para el diseño de políticas públicas.
En segundo lugar, la misma incertidumbre rodea al supuesto conocimiento de que el tiempo se acaba. A menos que sepamos (¿por el sospechoso?) que la bomba está a punto de estallar, no podemos conocer la información necesaria para justificar la tortura. Además, cuanto menos tiempo haya, menos tiempo necesitará el sospechoso para resistir y más eficaz será su estrategia obvia de mentir sobre el paradero de la bomba. Sobre todo, porque sabe que la tortura cesará en cuanto dé la «información» requerida y solo se reanudará cuando quede claro que ha estado mintiendo, a menos que la bomba ya haya estallado para entonces. Y esta es, por supuesto, una premisa del escenario. De lo contrario, se nos está pidiendo que aceptemos torturar a los sospechosos como castigo, no para obtener información.
En tercer lugar, la suma de estas dos incertidumbres demuestra que la sensación de necesidad que pretende engendrar este escenario es espuria. No podemos saber si la tortura es necesaria, solo que puede ser necesaria, en cuyo caso también puede no serlo. Únicamente después del acontecimiento –después de que la bomba haya estallado– puede saberse que algo ha sido necesario. Hasta entonces, y a menos que se tenga la certeza, solo es (más o menos) probable que el sospechoso sepa el paradero de la bomba y/o lo apremiante que es el tiempo. De ahí que los defensores de la justificación de la tortura a partir del escenario de la bomba de relojería hablan en realidad de casos en los que esta persona podría saber acerca de la bomba y/o en los que podría ser demasiado tarde para aplicar un interrogatorio más sutil.
En cuarto lugar, el argumento descansa en la suposición de que la tortura sería realmente efectiva en dichos casos. También aquí las pruebas que se ofrecen son ciertamente anecdóticas. Por ejemplo, algunas personas con las que me he entrevistado me han asegurado que a través de la tortura sí se obtiene la información necesaria en casos urgentes, mientras que otras han afirmado lo contrario. A falta de una investigación empírica concluyente de la que no podremos disponer nunca, conviene señalar dos cuestiones. En primer lugar, la tortura raramente se emplea para obtener información, en comparación con su uso habitual: aterrorizar, castigar, etcétera. En segundo lugar, los manuales militares de todo el mundo, incluido el Manual de campo del Ejército de Estados Unidos, la prohíben por su ineficacia para obtener información. No es de extrañar que el ejemplo más detallado de Dershowitz de tortura «eficaz» en un interrogatorio sea este:
«The Washington Post relataba un caso de 1995 en el que las autoridades filipinas torturaron a un terrorista para que revelara información que podría haber frustrado un complot para asesinar al papa y que se estrellaran once aviones comerciales que transportaban aproximadamente cuatro mil pasajeros en el océano Pacífico […]. Los agentes del servicio de inteligencia golpearon al terrorista durante sesenta y cinco días.»
¿Sesenta y cinco días? ¿Qué tiene eso que ver con una catástrofe inminente?
Por último, el escenario de la «bomba de relojería», tal y como se presenta en los distintos estudios, casi siempre plantea al lector la pregunta de «¿Qué haría usted si…?», y habla de lo que «nosotros» deberíamos hacer. Pero eso es, en el mejor de los casos, una tontería y, en el peor, una grave irresponsabilidad. ¿Por qué? Porque usted no tendría la menor idea de qué hacer, sobre todo teniendo en cuenta que cuanto más urgente sea una situación mayor será la demanda de pericia y precisión. La tortura que sus defensores presentan como «necesaria» requiere profesionales, no aficionados, lo que supone una consideración crucial, como veremos más adelante. El despreocupado olvido de lo obvio por parte de estos pensadores es un ejemplo especialmente deprimente de la tendencia, tanto en los debates sobre la tortura como en otros «casos difíciles», de defender políticas públicas basadas en las respuestas viscerales de los individuos. Por supuesto, si a alguien se le amenaza con matar a su madre, es posible que intente cualquier cosa para impedirlo. Pero para eso está la ley, no una (in)justicia ansiosa. En resumen: el escenario de la «bomba de relojería» sigue estando radicalmente infradeterminado.
LAS CONSECUENCIAS DE PERMITIR LA TORTURA
Pero incluso si no fuera así, las terribles consecuencias de permitir la tortura en un interrogatorio superarían el beneficio inmediato que se le atribuye. El argumento de Dershowitz para legalizarla en los interrogatorios es que «es mejor legitimar y controlar una práctica específica que ya está teniendo lugar que legitimar una práctica general por la que se toleran acciones extrajudiciales siempre y cuando sean bajo mano».
Este punto de vista puede adaptarse para constituir una defensa de que la tortura, sea o no legal, es justificable: puesto que la práctica está extendida y no desaparecerá, y puesto que el reconocimiento honesto es mejor que la hipocresía de fingir lo contrario, es mejor ser realista, permitir la tortura en un interrogatorio y regularla. Este podría ser un argumento sobre sus consecuencias institucionales: no solo se desactivará, al menos a veces, la bomba de relojería (una consecuencia directa), sino que la tortura, al estar cuidadosamente regulada, disminuirá (una consecuencia indirecta que tiene que ver con el impacto general de la práctica de algunas instituciones sociales, como, por ejemplo, de decir la verdad). Este tipo de consecuencias son importantes. Pero la hipocresía puede eliminarse, bien honestamente o bien abandonando la práctica hipócrita. Dershowitz, al igual que otros defensores de la tortura en los interrogatorios, ignora otras posibles consecuencias institucionales.
Como ya hemos visto, la tortura en un interrogatorio requiere la destreza de torturadores profesionales. La profesión de torturador, como sucede con otras, tiende a extenderse: trata de ampliar su propio ámbito, de proteger a sus miembros, etcétera. Según afirma Ronald D. Crelinsten en su texto «In their own words: the world of the torturer», incluido en el libro Politics of Pain (1995), «el propio proceso de sistematización de la tortura supone una especie de distorsión continua y dinámica de hechos y acontecimientos que, al final, equivalen a la construcción de una nueva realidad». La inculcación de la obediencia a la autoridad, la creación de «enemigos», la necesidad de obtener «resultados» para justificar recursos que conducen a encontrar cada vez más «enemigos» y el aumento de lo que cuenta como información llevan a la creación de una realidad social particular, en la que dejarían de resultarnos extrañas estas palabras de un torturador brasileño a un prisionero, que A. J. Langguth recoge en su ensayo Hidden Terrors. The Truth about US Police Operations in Latin America (1978): «Soy un profesional serio. Después de la revolución estaré a su disposición para torturar a quien usted quiera». Una vez que la tortura se normalizara en los llamados casos de la bomba de relojería, una vez que se hubiera hecho moralmente pensable, su uso se extendería. En opinión de una revista como The Economist, que difícilmente puede ser etiquetada de radical, ocurriría lo siguiente:
«¿Cómo mantendrá el programa antiterrorista el monopolio en el uso de la tortura? Investigadores de muchos otros delitos –narcotráfico, asesinos en serie, sabotaje de sistemas informáticos, espionaje, fraudes financieros– tendrán en cuenta sus propios objetivos coercitivos […]. Tanto los sistemas judiciales estadounidenses como los británicos han luchado durante décadas con las secuelas tremendamente negativas de la interrogación coercitiva a sospechosos.»
En Israel la tortura en un interrogatorio fue casi legal desde 1987 a 1999: aunque formalmente fuera ilegal, existía una defensa retrospectiva en términos de «necesidad» para exculpar a los torturadores, cuya acción se consideraba justificada. Todas las pruebas sugieren que durante esos doce años la tortura aumentó de manera considerable; razón por la cual dejó de defenderse en 1999. ¿Por qué iban a ser diferentes las consecuencias de permitir la tortura en un interrogatorio en cualquier otro lugar?
Por otra parte, debemos reflexionar sobre cómo podrían reaccionar los posibles «terroristas» ante la legalización de la tortura en un interrogatorio. ¿Habría más o menos «bombas programadas»? Parece razonable suponer que el «martirio de la tortura» provocaría un incremento del número de voluntarios. Por lo que sabemos de los voluntarios para perpetrar atentados suicidas, muchos de ellos se sienten obligados a llegar a tal extremo fundamentalmente en función de lo que perciben (con razón o sin ella) como la magnitud de lo que ha hecho el régimen que es objetivo del ataque. Tanto la película Paradise Now (2005), de Hany Abu-Assad, como el análisis de Louise Richardson en What Terrorits Want (2006) abordan el tema de forma brillante. Los responsables de los atentados de julio de 2005 en Londres, por ejemplo, declararon que su principal estímulo para perpetrar el atentado fue el papel desempeñado por el Gobierno británico en el bombardeo y la ocupación de Irak –y sus consiguientes atrocidades–. Por ello, legalizar la tortura probablemente aumentaría el número de simpatizantes con todo tipo de causas terroristas: ningún país que la haya legalizado puede arrogarse ningún tipo de autoridad moral. Como señala un analista de los servicios de inteligencia del Pentágono, «francamente, pensé que si no eran terroristas antes de ir a Gitmo [Guantánamo], lo serían cuando salieran». Incluso Margaret Beckett, la secretaria de Estado británica para Asuntos Exteriores en 2006 y 2007, declaró en una entrevista en The Independent, tres años después de la invasión de Irak, que más que ayudar en la «guerra contra el terrorismo», Guantánamo había tenido un «efecto radical y desestabilizador».

Marcha frente al Capitolio por el cierre de Guantánamo y el fin de la tortura, 2018 © Slowking4
Los torturadores necesitan formación. ¿Con quién deben practicar? ¿Y en qué nos basamos, como plantea Crelinsten, para pedirles que «se ensucien las manos» de una forma en la que «nosotros» no lo haríamos, que asistan e impartan «clases especiales (…) donde se muestre a los nuevos torturadores de qué trata la tortura, ya sea a través de películas o bien a través de demostraciones en vivo sobre prisioneros reales», o sobre compañeros o personas «recogidas» de las calles?; Esto último lo documenta Mike Haritos-Fatouros en The Psychological Origins of Institutionalized Torture (1995). Otorgar el mismo estatus a la profesión de torturador que al resto de profesiones legalmente reconocidas requiere que admitamos el entrenamiento para torturar, como admitimos la formación jurídica, médica y docente. ¿Y qué decir de los médicos e investigadores clínicos cuyos conocimientos también serían necesarios? Si la tortura en un interrogatorio es necesaria en casos concretos y, por tanto, está justificada, ¿con qué fundamentos podrían estos profesionales negarse a utilizar sus conocimientos? Después de todo, desde una perspectiva consecuencialista sería moralmente incorrecto negarse a actuar en aras de la mayor felicidad del mayor número de personas. El impacto en las profesiones de la medicina, la enfermería, la psiquiatría y la psicología sería desastroso, pues implicaría al colectivo en la tortura, socavando la confianza pública depositada en ellos: imagínese ser tratado por un profesional médico que el día anterior estaba «interviniendo» en un caso de tortura. Tampoco es algo disparatado, como demuestra la reciente polémica con la American Association of Psychology [se ha demostrado que la CIA confabuló con esta asociación para reescribir su código de conducta ética y permitir a psicólogos participar en interrogatorios agresivos y en torturas].
Si el argumento consecuencialista demostrara algo, demostraría demasiado. Puesto que hacer lo que tiene mejores consecuencias es lo correcto, la participación en las torturas no es que fuera permisible, sino que sería obligatoria. Torturar se convertiría en «nuestro» deber (o el de nuestros sustitutos). Y ya que no hay muchos torturadores formados entre la ciudadanía, debemos preguntarnos qué motivos justificarían que instásemos a otros a asumir un deber moral que nosotros no estamos dispuestos a aceptar recibiendo la formación necesaria –incluida la «formación moral»– siempre que, por supuesto, no carezcamos de las capacidades necesarias por causas ajenas a nuestra voluntad. La insistencia con la que Richard A. Posner sostiene en «Torture, Interrogation and Terrorism», incluido en Torture: A Collection (2004), que «nadie que dude» que la tortura en un interrogatorio está justificada en ciertas circunstancias «debería asumir responsabilidades públicas» puede volverse en contra de sus defensores. ¿No es, como poco, hipócrita esperar que los funcionarios públicos torturen si uno mismo no está preparado para hacerlo por sí solo? Por supuesto, todos esperamos que otros –doctoras, enfermeras, dentistas, auxiliares forenses y muchas más– hagan cosas de las que nosotros nos mantendríamos alejados. Pero una cosa es evitar hacer lo que se espera que otras personas harán por uno o en su nombre, y otra muy distinta es no estar preparado para someterse a la formación que uno cree que debe atesorar quien desempeñe ese trabajo moralmente necesario, en lugar de otro que solo sea moralmente permisible. Si alguien que realmente piensa que la pena capital es moralmente necesaria y que es el deber moral de la sociedad imponerla para ciertos crímenes, no estuviera preparado para actuar como verdugo –suponiendo que tuviera la capacidad de hacerlo–, estaría siendo un hipócrita. Si alguien piensa que el suicidio asistido es un derecho moral, de suerte que alguien tendrá el deber moral de asistir a otros en ciertas circunstancias, siempre y cuando sea capaz, tendrá que estar dispuesto a hacerlo él mismo. A este respecto, reproduzco las palabras de un torturador profesional, citadas por el que fuera relator especial sobre la tortura de Naciones Unidas Peter Kooijmans: «Finalmente escruté su rostro y examiné detenidamente su estado. Me di cuenta de que había perdido el equilibrio mental. Lo sacamos del banco de tortura y lo colgamos de unos asideros especiales instalados en la pared».
El argumento consecuencialista demuestra demasiado también en otra dirección. Si las consecuencias justifican las acciones, ¿por qué no torturar a otras personas, además de a los sospechosos? De manera irónica, Dershowitz se refiere inadvertidamente a esta cuestión: «Es indudable que la tortura funciona a veces. Al parecer, los jordanos hicieron hablar a Abu Nidal, el terrorista más importante de los años ochenta, amenazando a su madre». Tampoco sirve rebatir la cuestión, como hace Dershowitz: «la justificación utilitarista del uso de la tortura en un interrogatorio es ingenua [porque] carece de un principio intrínseco restrictivo, [así que] todo se reduce a que el número de personas torturadas o asesinadas no supere al de las que se salvarían». Por tanto, necesitamos «otros límites sobre qué podemos hacer exactamente, límites que pueden venir de normas utilitaristas o de otros principios éticos». Si el utilitarismo de la regla excluye la tortura de inocentes, porque seguir la regla de «torturar incluso a inocentes, si es necesario» tiene consecuencias negativas generales, por los mismos motivos excluye la tortura de sospechosos. En cuanto a «otros principios éticos»: el consecuencialismo no admite ninguno. De hecho, esa es su razón de ser: solo las consecuencias deciden lo que está bien y lo que está mal.

Sala del instituto Tuol Svay Prey, en Nom Pen, Camboya, convertido por los jemeres rojos en un centro de interrogación, tortura y ejecución
UN EJEMPLO REAL
Pensar en un caso real nos permite centrarnos en la cuestión principal sin caer en enredos imaginarios. El caso es el siguiente: Alemania, 2002. Tras reunir todas las evidencias, la policía sabe que Magnus Gäfgen secuestró a Jakob von Metzler, un niño de once años hijo de un banquero. Gäfgen no quiso decir dónde estaba el chico. Sabiendo que podría haber muerto, el director de la policía «ordenó a sus hombres que amenazaran violentamente a Gäfgen con el objetivo de obtener una declaración acerca de su paradero» (Doris Schroeder, «», 2006). Las amenazas bastaron para sonsacarle lo que sabía. Desgraciadamente, el chico ya había fallecido. Como subraya Schroeder, el caso provocó un apasionado debate sobre la tortura en Alemania. No hubo consenso.
Suponiendo que se pudiera encontrar a un torturador profesional, ¿debería haberse torturado a Gäfgen para obligarle a revelar el paradero del niño? Mi respuesta, también en este caso, es no; no, porque –por seguir en el marco consecuencialista– las consecuencias de hacerlo serían incluso peores que la muerte del niño. ¿Por qué? Porque la tortura supone destrozar a un ser humano. Es lo peor que una persona puede hacerle a otra; mucho peor, incluso, que matarla. Como escribe Davis en el artículo «The moral justifiability of torture and other cruel, inhuman, or degrading treatment» (2005):
««se destroza» a quien es objeto de tortura judicial o al que se le tortura en un interrogatorio cuando, y solo cuando, está tan desesperado que ni es capaz de soportar más sufrimiento ni de aguantar las preguntas que el torturador pudiera hacer. El torturado entonces «lo confiesa absolutamente todo».»
La capacidad de actuar de la persona torturada se ha roto. Y dado que es nuestra capacidad de actuar (por muy restringida que pueda estar bajo ciertas circunstancias) lo que nos convierte en personas, el sujeto torturado no es ya una persona. Al hablar de sí como de alguien que, en cierto modo, sobrevivió a la tortura, Jean Améry lo explica mucho mejor de lo que yo podría haberlo hecho nunca:
«solo en la tortura se materializa la transformación de la persona en carne. Frágil frente a la violencia, aullando de dolor, sin esperar ayuda alguna, sin oponer resistencia, la persona torturada es solo un cuerpo y absolutamente nada más.»
Una sociedad que piensa que debe torturar se convertirá, a medida que torture, en algo que ya no será reconocible como sociedad humana. A veces es demasiado tarde para evitar una catástrofe, el coste es demasiado alto. Y si la respuesta es que los políticos u otras personas que actúan en nuestro nombre deben, en ocasiones, ensuciarse las manos, como sostiene Michael Walzer, la respuesta debe ser esta: «Sí, tienes razón: pero en este caso tienen que ensuciarse las manos no haciendo nada».

