Ethos democrático y construcción de la comunidad. Lo político en Zambrano
Nuria Sánchez Madrid
El pasado octubre, Nuria Sánchez Madrid, profesora en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, visitaba el CBA para pronunciar, en el marco de las actividades relacionadas con la exposición María Zambrano y el método de los claros, una conferencia titulada «Tragedia, historia sacrificial y democracia. Lo político en Zambrano»*. Minerva recoge ahora una versión reelaborada de aquella charla, en la que destaca la relevancia actual de la filosofía política de Zambrano.
Fotografía Miguel Balbuena
Hacer del otro la patria
Partamos precisamente de la fractura del vínculo con el pasado como condición de formación de una personalidad social e incluso filosófica, fruto de un descubrimiento, no de una deducción racional, portador de una lógica propia, como la que mueve a la historia con minúsculas. En uno de los artículos publicados en 1928 bajo el título general de «Mujeres» en el periódico El Liberal, Zambrano reclama para la juventud a la que pertenece el derecho a tener «su gesto y palabra», sin los que la igualdad aplastaría las disposiciones latentes en las generaciones futuras. En este contexto se hace igualmente eco de la incomodidad que los cambios en las formas de vida de las mujeres despiertan en el varón, generando en este melancólicos lamentos, nostálgicos de un «antiguo orden» que nunca habrá de volver, al menos sin desatar una inaceptable violencia éticaSobre el pensamiento de Zambrano acerca de la situación de la mujer en su tiempo véase el artículo de Roberta Johnson «El concepto de «persona» de María Zambrano y su pensamiento sobre la mujer», Aurora 13, 2013, pp. 9-17.. Las palabras de Zambrano se inspiran aquí en una convicción revolucionaria por presocrática para la que la historia, más allá del elogio de la seguridad suministrada por la cultura que Ortega defendiera en Meditaciones del Quijote (1914), es siempre cambio y transformación. Este hecho democratiza necesariamente la figura del héroe, pues –traducido a términos contemporáneos– exige que las omnipresentes leyes de reproducción de la vida y la interdependencia que comportan vean reconocidos sus derechos por parte del saber y de la ciencia. El choque con el maestro, que había cerrado La rebelión de las masas (1929) rechazando que la aurora de un nuevo ethos brillase en la emergente clase popular, opinadora y parásita, amiga de las «corrientes» de ideas en lugar de los firmes principios, no podía ocultarse mucho tiempo más bajo la tímida cortesía de la discípula. En el prólogo que en 1977 Zambrano antepone a Los intelectuales en el drama de España, definirá a la experiencia como «revelación de sentido»María Zambrano, op. cit., p. 138. que también concierne al conjunto de generaciones que se sienten animadas a mirarse en un ahora que estiman suyo. Pero la lucha del agente por ser alguien, un motivo compartido con una compañera de generación europea como Arendt, se dice de muchas maneras. Frente al topos de la heroicidad y el espíritu cinegético, representativo de un estilo recio y casi dórico de posicionamiento mundanal, catapultado por Ortega como motor morfológico de nuevas y saludables realidades históricas, Zambrano entiende la buena política como un ejercicio –vagamente inspirado por Nietzsche– de recomposición de uno mismo a partir de la presencia del otro, en el que no descarta que comparezcan figuras fantasmáticas que, por las emociones que suscitan, revelan su estatuto de figuras de este mundo. No en vano, al otro siempre se le adivina más que se le percibe claramente, se le figura y se le inventa, por ceguera teórica y práctica ante todo, pero la inclusión de su punto de vista en el nuestro resulta, en cambio, de una objetividad contundente, capaz tanto de enriquecer el espacio social como de limar con paciencia recalcitrantes miopías.
Si el nervio de lo político emerge en Ortega como una decidida voluntad de forma, implacable con su escalpelo y el manejo del cedazo que expulse lo inservible para los objetivos de un noble progreso, la reflexión política de Zambrano hace suyo el lema del «martirio del conocimiento», que en Filosofía y poesía (1939)Op. cit. p. 749. cae del lado de la mirada poética, capaz de penetrar en lo que excede el número, el peso y la medida, pujante por favorecer que lo que no pudo llegar a ser sea con el auxilio del alma y su meditación interior. Como arte de lo posible, la poesía inspira una política que en los términos presentes en esta misma obra podría calificarse como «reintegración, reconciliación, abrazo, que encierra en unidad al ser humano con el ensueño de donde saliera, borrando las distancias»Op. cit., p. 756.. He aquí un signo inequívoco de que el gesto político por antonomasia no es en Zambrano el acierto contingente y orgulloso del nuevo inicio que trae al mundo sino, más bien, la captación –débilmente mesiánica, en la estela de Benjamin– del tiempo perdido cantado por Proust, que Pedro Salinas tradujera tempranamente hacia 1920; es decir, de los anhelos y la memoria que el peso de la historia sepultó sin mala conciencia. No puede haber política movilizadora si esta se muestra incapaz de volver atrás, de despertar a los muertos, no para abrir trincheras insalvables, sino más bien para invitarlos a participar con sus reclamaciones no atendidas del tejido inacabable de lo común. Pues el origen buscado por la pluma y el alma de Zambrano no estuvo siempre allí, en un omphalos al que haya que desplazarse para manifestarlo, sino que se lo revive por cuanto se lo narra, satisfaciendo así una función irrenunciable para la humana condición. Hay sin duda huellas del maestro Unamuno en esta apuesta de Zambrano por la vía más difícil, por ser la más larga, pero también la más sabia en la economía de las pasiones, conducente también al pragmatismo que debe orientar a su juicio la convivencia social.
Encuentro en el planteamiento que Zambrano propone de la convivencia civil vetas de la «tercera España», a la que también perteneció el extraordinario analista de la realidad política española que fue el periodista Manuel Chaves Nogales, especialmente incómoda para la polarización conducente a la catástrofe de la Guerra Civil. La anomalía española en la resistencia a comprender al otro –a escuchar ese viejo principio kantiano de «pensar desde el lugar de cualquier otro»– merece más que nunca levantar acta de la transversalidad que su débil emergencia imprime al contexto histórico al que nos referimos. Pues se aprecian rasgos cómplices con la confrontación que Zambrano mantendrá con la realidad circundante en la conducta que Melchor Rodríguez, anarquista del sevillano barrio de Triana, mantuviera durante su desempeño como delegado de prisiones en Madrid en el bando republicano, donde se enfrentó decididamente al mando comunista de la Junta de Defensa de Madrid, frenando matanzas como las de Paracuellos, denunciando la existencia de checas y salvando la vida de miles de sus adversarios en el conflicto, prisioneros nacionales, sencillamente, según sus palabras, por la combinación de un inmenso respeto a partes alícuotas a la ley y a la vida humana. Este espíritu, que considero fuertemente hermanado con Zambrano, quedó cifrado en una entrevista al comentar los motivos que le habían conducido a salvar esas vidas en 1939: «Simplemente era mi deber. Siempre me vi reflejado en cada preso. Cuando me encontraba en la cárcel, pedí protección a los monárquicos, a los derechistas, a los republicanos […] a aquellos que se encontraban en el poder; entonces me consideré obligado a hacer lo mismo que había defendido cuando yo mismo estuve recluido en las cárceles, es decir, salvar la vida de estas personas». Se trata de historias que no parecen importar a ninguna institución y menos aún a un entorno cultural que ha hecho de la división amigo/enemigo una suerte de fe de vida, hasta el punto de que resulta sencillo confundirlas con la corporeidad borrosa de los cuentos y leyendas, a pesar de su innegable y contingente materialidad y, sobre todo, a pesar de su resistencia sin fisuras a la afirmación de que todo en historia es tragedia, sin que quepa ninguna línea de fuga con respecto a semejante concepción de la intervención del sujeto en su entorno social y civil. A mi juicio, ejemplos singulares como los exhibidos por Melchor Rodríguez se ajustan al virtuoso ritmo biopolítico que Zambrano parece exigir de la acción social y política, provocando así que toda decisión recia parodie su propia figura tajante y reconozca su margen de error, al abrirse a la comprensión de lo radicalmente otro como valor supremo, traicionando así la miopía y el narcisismo originarios, desde la percepción de que el origen es la meta y, para llegar a ella, precisamos de quien no es yo. A la vista está que la cultura civil española tiene una asignatura pendiente: la tarea de concretar en dispositivos de sociabilidad semejantes cauces de encuentro y transformación de quienes piensan diferente, un marco sin el que, a juicio de Zambrano, la vida en sociedad se desintegra.

El deber de la utopía: el planteamiento de lo político en Zambrano
Intentaré reconstruir la coherencia y actualidad patentes en la entrega intelectual con que esta pensadora se ocupó de lo político a partir de obras que trazan una suerte de estructura en anillo que va desde Horizonte del liberalismo (Madrid, 1930), pasando por Los intelectuales en el drama de España (Chile, 1937) hasta llegar a Persona y democracia (Puerto Rico, 1958). El primer escrito recoge una pulsión innegable de contribución a la regeneración política de la sociedad española, al tiempo que es índice de la primera escisión ideológica –republicanos frente a falangistas– en el grupo formado por los jóvenes discípulos de Ortega. Basta recordar los nombres de Juan Chabás, Ernesto Giménez Caballero o José Gaos para cobrar conciencia de la vidriosa unidad de la comunidad formada en torno a este pensador. La experiencia de la ruina civilizatoria del liberalismo, considerado un marco anquilosado para la formación del espíritu contemporáneo, reúne durante un instante histórico a sensibilidades que no tardarán en canalizar su indignación por medios diametralmente enfrentados, quedando hechizados algunos de ellos por el totalitarismo, denostado por el maestro como una maquinaria de empobrecimiento civil.
Tras una época de reclusión forzosa en Ciudad Lineal para recuperarse de una tuberculosis, hondamente atravesada por la preocupación por la convivencia de horizontes de vida y de tiempo heterogéneos en el espacio social, en la primavera de 1929 Zambrano comienza a trabajar en Horizontes del liberalismo, un escrito de exhortación a la regeneración de un espíritu liberal que había traicionado al pueblo en aras de los cálculos más inmediatos de un individuo sin atributos. Como señala el editor de las Obras Completas de Zambrano, Jesús Moreno Sanz, el manifiesto del movimiento Frente Español, difundido el 7 de abril de 1932, editado por Alfonso García-Valdecasas y firmado por la propia Zambrano junto a algunos jóvenes amigos orteguianos como José Antonio Maravall, contribuyó notablemente a distorsionar el sentido de la propuesta de una misión revolucionaria no impulsada ni por el capitalismo ni por el comunismo ni por el fascismo, tal y como se señalaba en el texto de 1929. Reparemos en algunas de las ideas principales de este escrito, que a mi entender se transforman orgánicamente y perviven en el ensayo publicado en Puerto Rico a finales de los años cincuenta. Por de pronto, Zambrano reivindica que la política –mucho más la de estirpe liberal– debe constituir un complemento que vuelva sostenible la vida, sin sofocarla ni dominarla. Frente a la figura omniabarcante de lo divino, Zambrano recuerda que el eje de ejercicio de la política es lo humano, al que se refiere como algo «siempre parcial, limitado, [que] ha de amar a su contrario, que es su complemento»Op. cit., p. 62.. Este enfoque anima a reconciliar al político, que tan magníficamente supo describir Ortega en su Mirabeau o el político (1927), no tanto en clave de un cálculo miope, sino con una voluntad de apertura constante a los cambios que se vuelve imprescindible introducir en cada momento, pues todo está en continua evolución, tanto las ideas como las creencias. La detención del fáustico instante más bello aparece así como un gesto que lleva aparejado su peculiar instinto de muerte, lo que lo vuelve poco merecedor de inspirar acciones colectivas reales, por su concreción social y su consistencia popular. Zambrano no veía a la sociedad española tan necesitada de ingenieros y arquitectos, cuanto de sabios observadores de las pequeñas obras ya en marcha, cuya naturaleza democrática estaba fuera de toda duda. La orientación del entero escrito se dirige hacia la transformación del liberalismo en un esfuerzo colectivo por reconstruir los vínculos que deben sostener la vida humana sin caer en paisajes jerárquicos propios del pasado. La palabra «estructura» empleada por Zambrano, uncida a la búsqueda de «orden» en una época tan desorientada en España como la coincidente con la caída de la dictadura de Primo de Rivera, connota un manifiesto pathos constructivista, en el que no se aprecia ningún miedo reverencial a las esencias. Por el contrario, en un tono coincidente en buena parte con la pluma sin duda menos cálida de Arendt, Zambrano solicita de la clase social un compromiso constante con la preparación ante la novedad, pues el espacio social, lejos de lo que pueda haber dado a pensar el tradicionalismo, suministra sin tregua fenómenos novedosos, insólitos, para los que ningún cuadro de expertos se sentía preparado de antemano. Quien quiera hacer política, sostiene Zambrano, debe saber reaccionar y hacerlo no fracturando ni destruyendo, sino más bien en sintonía con aquellos que de antemano no piensan como ese uno; esto es, propiciando una transversalidad en la que se aprecia un valor epistémico. Lejos aquí de Arendt, pero también de Ortega, y mucho más próxima a derivas que más tarde emprenderá José Bergamín, y que posiblemente pudiéramos extender hasta Agustín García Calvo, Zambrano no desprecia a la masa por la borrosidad de su voluntad política, sino que confía en que esta también disponga de un potencial propio –otro que el de las élites burguesas–, sin caer en el humillante programa de galvanización que el populismo siempre lleva a las espaldas. Leamos unas líneas del texto bien elocuentes en esta dirección:
Identifica aquí Zambrano con perspicacia que el programa weberiano de formación de élites, en el que sin duda también se integra el quehacer intelectual de Ortega, no es la panacea del orden y la estabilidad políticos, pues lo que falta en el paisaje de España es interlocución entre la masa y quienes aspiran al liderazgo. Con ello también se avisa de que las fuerzas que logren producir de nuevo ese sentimiento de inclusión y comprensión se impondrán sin dificultades en la realidad nacional. Forma parte de este distanciamiento del plan que se plasmará en La rebelión de las masas la denuncia de los desmanes desatados por una economía liberal, generadora del divorcio entre ciudadanía y clase social, a la que Zambrano estima incapaz de cumplir los mismos postulados liberales, a los que se tiene por comprometidos con todo ser humano y no con una clase determinadaOp. cit., p. 103.. No es de extrañar que en un escrito aparecido en el fragor del conflicto civil español –Los intelectuales en el drama de España– Zambrano ofrezca un diagnóstico de la emergencia del fascismo discrepante con la posición que Ortega manifestara en Sobre el fascismo, publicado en 1925 en respuesta a un texto de Corpus Barga –La rebelión de las camisas–, sobre el que también sobrevuela la admiración por el fenómeno político italiano manifestada por Cambó en Entorn del feïxisme italiá (1924). Si Ortega cifraba la aparición de esta figura totalitaria en el fracaso de modelos de dirección política adecuados para frenar la hegemonía fáctica imparable de las masas, Zambrano insiste en comprender, con un olfato bastante más agudo que el que le permite a Arendt su agudizada demofobia, las fuentes del malestar que han narcotizado a la población, hechizada por los cantos de sirena de una llamada nihilista a la homogeneización para conjurar las amenazas materiales del presenteEn relación con la discrepancia de diagnósticos que Ortega y Zambrano ofrecen sobre las raíces sociales del fascismo y la consiguiente reconstrucción del liberalismo político, recomiendo especialmente los trabajos de Antolín Sánchez Cuervo («Dos interpretaciones del fascismo: Ortega y Gasset y María Zambrano», Bajo palabra. Revista de Filosofía, II época, n.º 13, Madrid, Universidad Autónoma, 2017, pp. 61-75) y de David Soto Carrasco («Horizontes de liberalismo en la crisis de la Restauración: de Ortega a María Zambrano», Res publica. Revista de Historia de las Ideas Políticas, n.º 22 (1), Madrid, Universidad Complutense, 2019, pp. 171-193).. En estos términos describe lo que puede caracterizarse como un estado de ánimo propicio para el advenimiento del fenómeno fascista:
Las palabras de Zambrano no han perdido un ápice de actualidad, al apuntar a la estrecha conexión entre indeterminación, vacío, desorientación y la imposición bárbara de horizontes esencialistas arcaicos que nacen del anhelo del sujeto de poner fin al infierno de una penosa vida social. Aunque sea de la mano de la exclusión sistemática del diferente frente a la construcción de una identidad compacta presuntamente cargada de legitimidad.
El sacrificio social y político como pesadilla
El fascismo consigue así galvanizar, en virtud de su espiral populista, los deseos insatisfechos del sujeto subalterno, haciéndolo soñar con una suerte de promoción a un escenario en el que las cosas encontrarán finalmente su timón y estabilidad, como prometía el Creonte de la Antígona de Sófocles. De esa manera, la sintonía entre referentes absolutos, actitud sacrificial y una asunción de la agencia política en clave trágica conspira para escribir las páginas más oscuras de la historia humana, en la que resulta difícil identificar brecha ninguna a través de la que pueda observarse la más mínima posibilidad para la manifestación de la persona, que es justamente lo contrario de la máscara trágica. Contra esta hybris, contra el exceso que ha instituido tradición histórica, Zambrano levanta su voz en un ensayo casi contemporáneo del que Arendt dedicara a su específica intervención en el ámbito de la reflexión política –La condición humana (1958)–, advirtiendo de la necesidad de abrir sobre el altar sacrificial desde el que se ha entendido la historia espacios que la vuelvan habitable y a la medida del anhelo de bienestar humano. Como sostiene Zambrano en el destilado del camino del exilio, recogido en Persona y democracia y escrito en Roma en 1956:

Dar semejante paso, como es de esperar, requiere una transmutación de los valores de inspiración nietzscheana, que ponga el ordo amoris teorizado por Max Scheler y la estimativa orteguiana al servicio de los problemas cruciales para la existencia, vinculados a la conciencia de la radical vulnerabilidad en que los cuerpos se encuentran, atendiendo así a las exigencias que la vida humana plantea para plasmar una convivencia sostenible y duradera, consciente de no poder acompañar en su camino a los astros ni a las realidades matemáticas en su estabilidad eterna. Por el contrario, este vacuo anhelo es el característico del absolutismo, en el que Zambrano ve una de las hipotecas más traicioneras de la razón occidental, a la que compara con un monumento caro al maestro como es el monasterio de El Escorial. «Si el voto expresado por la piedra del Guadarrama se hubiese cumplido, la vida humana se hubiera cristalizado, sería como el cristal: transparente, inmutable, geométrica»Op. cit., p. 122.. Pero en esta petición de principio Zambrano reconoce la imagen de una creación invertida, incapaz de acompañar a la realidad en su despliegue múltiple, que más bien se escamotea en virtud de la adopción de una situación que nuestra autora califica como «el centro de la tragedia occidental»Op. cit., p. 129.. No en vano, el personaje trágico es quien no llega a saber nunca exactamente el alcance de lo que hace, una hechura que, a juicio de Zambrano, se compadece con el tipo de agencia civil y política que avanza a marchas forzadas en su época hasta normalizarse en nuestros días. En muchas ocasiones, esa transformación de la acción política se produce a manos de la conversión del Estado en una suerte de deidad merecedora de una cadena de sacrificios automáticamente activados. ¿Qué se precisa para interrumpir esta tendencia? Zambrano introduce en este punto a la persona como condensación concreta de la abstracción de los dioses olímpicos, avisando de que el principio de la «soledad sonora» de su admirado San Juan de la Cruz vertebra este eje de inspiración de la política. Los rasgos de la persona poseen aquí rasgos que recuerdan poderosamente la definición del agente en Arendt, coincidiendo con esta autora en la referencia al genius como potencia salvífica de lo que puede quien actúa, que comparece en el siguiente extracto:
El pasaje, tan cercano de nuevo a piezas centrales de la reflexión política de Arendt, recuerda –pues la filosofía es fundamentalmente recuerdo de lo que ya siempre estuvo germinalmente en el alma– que el sujeto debe entenderse como una promesa de futuro, nunca como el resultado de un referente absoluto en condiciones de declarar periclitado el buen uso del Juicio. Por el contrario, sin la energía de lo potencial, la historia se anquilosa y se cierra sobre sí misma, deponiendo todo espíritu de enmienda y desatando un resentimiento aterrador contra la condición humana. Un signo de esta decadencia es el lenguaje manejado por la masa, en el que Zambrano se cuida mucho de identificar la renuncia a todo ethos, aunque sí percibe el fracaso para alcanzar el estatuto de persona debido a una mimesis perversa «del lenguaje racionalista del hombre culto moderno»Op. cit., p. 205., que la población subalterna aspira a manejar. Con ello, se advierte el efecto de la presión hegemónica ejercida por la burguesía, interesada en descalificar la parodia de sus ideas y costumbres realizada por su contrincante popular, al tiempo que declara que no hay otra forma de vida alternativa a sus pautas ideológicas. ¿Cómo pueden salir de este impasse nihilista la vida civil, las costumbres y el gusto dominante en una sociedad? Por de pronto, mediante una comunicación pausada, pero sin cortapisas, entre grupos sociales diferentes, llamados a articular combinaciones incómodas en nombre de un respeto común hacia una vida que siempre devuelve a tareas que solo pueden ser compartidas. Quien se quiere persona –señalará– debe saber elegir a los demás; esto es, ponerse en el lugar de las voces que no llega a entender del todo y de las formas de vida que no ha elegido ni desea para sí. Llegados a este punto, Zambrano rechaza toda metaforología estática y arquitectónica para apuntar a la musicalidad de una sinfonía como el armazón que debe iluminar la gestación de un nuevo pacto social.
El texto introduce un punto de inflexión en la manera en que la tradición filosófica ha venido exponiendo aquello en lo que deba consistir la obra de la política, desmintiendo un principio que alcanzaría el consenso entre pensadores tan opuestos por su fundamentación de la comunidad humana como Aristóteles, Hobbes, Rousseau o Kant. Sin arquitectónica no hay vida parece emitir este plantel de sabios. A lo que Zambrano replica, en una reivindicación que el empirismo escocés e incluso autores como Deleuze elogiarían, que la vida es percepción y acción, pero también discurso y palabra, pues con ayuda de las palabras propias y ajenas nos formamos en tanto que individuos y, lo que es más importante, en tanto que personas. Cabe reconocer bajo este término la fuerza de su etimología clásica como instrumento que permite proyectar –personare– la voz del personaje trágico, pero –donde crece el peligro yace también lo que salva– la persona no es una máscara, a entender de Zambrano o, mejor dicho, es una máscara consciente que rompe por ello el hechizo de la ignorancia y peripecia inconsciente en las que el personaje trágico desarrolla su vida. La persona se sabe habitada y atravesada por varias voces y discursos, pero no da rienda suelta a una suerte de paisaje anárquico de palabras enunciadas a modo de juego, como aquel que a nosotros, que contemplamos el mundo de Zambrano con nostalgia, nos recuerdan los excesos de las redes sociales, las bullshit y las fake news. La palabra siempre es seria en la obra de Zambrano. Precisamente por ello es preciso escuchar la diferencia y reconocer en ella la dimensión que puede generar un tejido común.
Ahora bien, nada de ello sería posible desde la barbarie de la abstracción totalitaria, sino que requiere adoptar la costumbre de contrariar las dinámicas de sociabilidad en que habitualmente nos reconocemos, con el fin de escuchar la voz del porvenir que para Zambrano no procede de manera inequívoca del pasado, sino más bien de un presente que sabe entenderse como «un conjunto de situaciones diversas»Op. cit., p. 222.. Desembocamos así en uno de los efectos que comporta la prioridad de la escucha atenta de las voces del otro en la concepción de lo político en Zambrano, a saber, una mesurada ternura hacia el cambio, la «atención constante al cambio de las situaciones vitales»Ibíd. y la participación en proyectos de acción colectiva que conduzcan a una nación como España a una nueva fase en su historia. Es sintomático de este proyecto la exhortación que Zambrano dirige al pueblo español para crear mancomunadamente un «Estado nuevo y justo»María Zambrano, Obras Completas, J. Moreno (ed.), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015, p. 220., cuyo espíritu objetivo se alimente de la convivencia ya alumbrada por el ensimismamiento sabio de una figura literaria y social como Don Quijote. Zambrano sostiene que el pueblo español, literalmente dotado de una «insobornable voluntad popular que la anarquía del Estado español, durante siglos, no ha podido pervertir» –según leemos en el artículo «La reforma del entendimiento español», publicado en la revista valenciana Hora de España en 1937–, debe objetivarse en un Estado que devuelva también la confianza en el ser humano a Europa y América Latina. Ahora bien, para dar ese paso sería preciso hacer frente a uno de los problemas más graves en un país como España, como es el caso de «la unidad del pueblo español», en el que Zambrano acierta al encontrar «un hervidero, encrucijada de Oriente y Occidente y de las corrientes de cultura y razas que vienen de Noroeste y Sur»Op. cit., pp. 241 y 242., una multiplicidad de líneas que conforman, a su entender, «un tejido social en que se entrecruzan la vena popular creadora en toda su divina potencia y lo que un instante más allá va a ser la negra sombra de Caín, pero que no lo es todavía»Op. cit., pp. 243-244.. Me hago eco aquí de unas líneas de Los intelectuales en el drama de España en las que Zambrano se detiene en la España fielmente retratada por Galdós en Misericordia y reconoce una tensión que estalla en el conflicto civil de 1936, con la objetivación de un cainismo de doble signo ideológico y radicalidad, empecinado en detener el laboratorio de sociabilidad y alambique de culturas con que el país había actuado a espaldas de la miopía de un modelo de Estado monárquico autoritario y miope, que, como sostiene nuestra pensadora, a comienzos del siglo XX no ha avanzado demasiado desde el instituido por Cisneros. Es relevante atender a la emergencia en el texto de una fuerza oscura que proyecta los efectos de la pulsión de muerte sobre la realidad nacional.
Algunas conclusiones
El pensamiento de María Zambrano elogia de manera militante la tendencia intuitiva a la mezcolanza y la hibridación que es tradición en los pueblos de España. Quien no comprenda esas diferencias, como ocurre con ese precipitado de nostalgia de un pasado esencializado y huida de la contingencia del presente que es el fascismo, bregará por reinstaurar por la fuerza un orden ético del pasado, declinando la tarea de encontrar un concierto entre las voces que a veces intervienen con violencia en el espacio público. Entre la inercia del tradicionalismo y la revolución de los totalitarismos, el pensamiento político de Zambrano revela como fuerza salvífica la voluntad social, a menudo inconsciente, por estar ligada al aprecio y gusto por la reproducción de la vida, por tejer vínculos sólidos entre las personas –palabras, acciones, instituciones– que las protejan de la ceguera teórica que con frecuencia encubre la vulnerabilidad e interdependencia que pesan sobre los cuerpos y dictaminan el alfa y omega de toda comunidad. Esta es la infraestructura de prácticas que sostienen la vida espiritual y civil de un país –la España viva– y el auténtico motor de constitución de la realidad española que la Guerra Civil segará a sangre y fuego, haciendo del infierno –«ese lugar donde no se ama», según sentencia Zambrano– un lugar de estancia. Deseo finalizar este ensayo de reconocimiento a la perspicacia del análisis político que Zambrano dedica a su presente con unas palabras airadas, distantes de su temperamento natural, pero forzosas por el contexto histórico en que las escribe, que dirige a Gregorio Marañón, representante de la generación de los intelectuales neutrales durante el conflicto civil español, antes de finalizar la guerra. En esa carta, Zambrano anuncia, casi como una Casandra ibérica, que al pueblo español se le asesina precisamente por su «afán de justicia» y por la aspiración de crear «una fraternidad humana en que el trabajo no sea una humillación y podamos mirarnos cara a cara»Op. cit., p. 178., por obra de grupos sociales resistentes a perder sus privilegios, que «se agarran a los valores históricos vivos del pasado, diciendo representarlos», con vistas a conservar «un presente inmediato» castigando a un pueblo «su magnífica potencia para renovar el mundo»Ibíd..
La capacidad analítica de Zambrano advierte avant la lettre que la España social vertebrada por el régimen franquista caerá como una anticuada máscara trágica con el advenimiento de la democracia, esa España que tanto apesadumbró a Max Aub al volver a pisar suelo español a finales de la década de 1960 y encontrar a una sociedad gris, mojigata, conformista, temerosa del prójimo –reducido a señor o esclavo, un binomio tan pagano para un pueblo que había devenido católico integrista de hoz y coz– y hecha a los valores y humildes expectativas que la España oficial permitía a las nutridas clases populares. Pero nadie tuvo que hacerlo por el país, sino que fueron sus gentes las que transformaron a marchas forzadas sus hábitos de vida y su horizonte de expectativas. Sin vuelta atrás. Al menos, hasta el presente. Pues la galvanización fascista del malestar siempre acecha en los momentos de crisis. Considero que el ejemplo dado por la evolución democrática española confirma la propuesta de Zambrano de entender la sociedad como un laboratorio de encuentros y desencuentros, y la política como esfuerzo por reconstruir sin descanso los vínculos de convivencia e interdependencia que unen en cada generación a quienes se sienten divididos por sus creencias, estatus social y situación vital, hasta el punto de que con frecuencia ni se escuchan, manteniendo siempre viva la sospecha de que nada es para siempre, pues todo lo presente mudará de rostro, por convincente que resulte, a no mucho tardar.
EXPOSICIÓN MARÍA ZAMBRANO Y EL MÉTODO DE LOS CLAROS. CUADERNO DE NOTAS PARA UN ENSAYO EN IMÁGENES
16.10.19 > 19.01.20
COMISARIO JOSÉ MANUEL MOURIÑO
ACTIVIDADES PARALELAS LOS LUNES AL CÍRCULO
CONFERENCIA TRAGEDIA, HISTORIA SACRIFICIAL Y DEMOCRACIA. LO POLÍTICO EN ZAMBRANO
28.10.19
PARTICIPANTES NURIA SÁNCHEZ MADRID
ORGANIZA CBA