La ciudad como escenario

Azahara Alonso

La poeta y filósofa Azahara Alonso, autora entre otros libros de Gozo (Siruela, 2023), participó en el Festival de las Ideas guiando uno de los nueve paseos filosóficos que incluía la programación y que da título a este artículo que ha escrito para Minerva, donde examina cómo el espacio de la ciudad que se habita se ha convertido en un escenario que «determina –en ocasiones, desde el malestar– la experiencia de la disponibilidad del lugar y el tiempo para el desarrollo de las vidas».

En 2015, la estadounidense Donna Stonecipher publicó Model City, un conjunto de poemas en prosa con una estructura férrea, un tono que roza lo distópico y un asunto claro: la ciudad planificada. Este ideal de construcción urbanística es un modelo de asentamiento artificial, racional, medido. Es también un tipo de ciudad poco amable para las personas que la habitan: aséptica, fría, sin carácter, fragmentada en lugares de paso; un no lugar en sí misma. En ella, los ciudadanos se mueven en taxis, todo está por alquilar, pertenecer es imposible. Después de los casi diez años que han transcurrido desde entonces –y con la oportunidad de leer el libro en castellano gracias a la traducción del poeta chileno Cristián Gómez Olivares y la edición de Liliputienses en 2018–, algunos extractos se leen como si tradujeran el espacio de nuestras ciudades hoy:

«Fue como preguntarse si la ciudad efectivamente tiene un interior, y si lo tiene cuánto cuesta, fue como querer sacar la cuenta con los precios de todas las habitaciones de hotel y todos los alquileres de la ciudad para saber con exactitud cuánto cuesta su interior.»

Cuánto cuesta la ciudad (por qué cuesta) y quiénes somos en lo que queda de ella.

Recuperar este libro es importante hoy, cuando parece que si en algo hay consenso es en la percepción de la escasez; en un presente bajo el signo de diversas emergencias, la climática y la de recursos son dos ejemplos que nos sitúan en la agonía de lo que se acaba. También, en un plano menos evidente pero igual de apremiante, tendemos a pensar –a experimentar– que vivimos una incuestionable escasez de tiempo, más marcada que en cualquier otra época. En cambio, y a pesar de que pocas veces como ahora ha sido tan costoso, de manera literal, ocupar nuestro espacio, hemos empezado a dar cabida en el debate público solo muy recientemente a la estrechez de nuestro acceso al territorio. Esto puede deberse en parte a la terciarización de la economía y, en parte, a los problemas derivados de ella, entre los que destaca la dificultad en el acceso a la vivienda. Mientras todo esto ocurre y se impone, el paradigma que paralela y paradójicamente triunfa con buen humor en los últimos años es el que considera –quizá sería más preciso decir vende– cualquier territorio como un bien consumible, y propone que aún hay destinos por descubrir y explotar, paraísos perdidos pero siempre disponibles –y bien señalizados, como cuenta Dean MacCannell en su libro El turista– para ser visitados. Siguiendo esta línea, las ciudades, y en los últimos tiempos muy especialmente las del sur de Europa, se han convertido en un escenario que atrae cada año a millones de personas que lo eligen como destino de sus viajes de ocio. En esos espacios pasean, consultan mapas, hacen fotos, preguntan por el camino más corto para llegar al siguiente monumento de la lista, disfrutan de la postal que ofrecen las vistas desde las terrazas de bares que se dicen auténticos. Ejercen entonces estos visitantes un rol muy específico en el consumo del lugar. Pero no son los únicos actores, también están quienes –cada vez salvando más obstáculos– habitan la ciudad. Para subrayarlo, y más allá del desempeño diario de nuestras rutinas, es clave preguntarse por el papel que interpretamos los habitantes de una ciudad.

DIÁLOGANDO CON EL PAISAJE Y EL PATRIMONIO CULTURAL Y ARTÍSTICO DE LA CIUDAD

Para plantear estas cuestiones y pensarlas de forma colectiva, el pasado mes de septiembre llevamos a cabo un paseo filosófico en la primera edición del Festival de las Ideas. Fue uno de los nueve paseos que tuvieron lugar en la programación, en diversos puntos de Madrid y con un objetivo común en su diversidad: incidir en la unión entre filosofía y paseo, reflexionar mientras se deambula por un lugar que dialoga con la idea. Esa conversación debía darse «con el paisaje y el patrimonio cultural y artístico de la ciudad», algo muy sugestivo para la idea que vertebró nuestro paseo, y también se hizo extensible al grupo de personas participantes, que compartieron sus inquietudes, acuerdos y desacuerdos con el desarrollo que iba despertando el tema propuesto en los movimientos del pensar. En este caso, y con el título que también da nombre a este texto, el propósito era examinar de qué forma el espacio de la ciudad que se habita, ahora saturado de visitantes en algunas zonas, se ha convertido en un escenario que determina 
–en ocasiones, desde el malestar– la experiencia de la disponibilidad del lugar y el tiempo para el desarrollo de las vidas.

El recorrido era importante: salimos de la plaza de Isabel II, enfocamos la calle de Felipe V para llegar a la plaza de Oriente, continuamos por la calle Bailén hasta la plaza de la Armería y, una vez allí, volvimos a la plaza de Isabel II por la calle Bailén y la calle de Carlos III. La circunferencia del recorrido se repitió hasta en tres ocasiones. La razón de esa circularidad se basaba –además de en participar reiteradamente de una zona altísimamente capturada a través de la fotografía y transitada por turistas, apenas ya por ciudadanos de Madrid– en una anécdota que cuenta el dramaturgo Juan Mayorga, quien durante un viaje a cierta isla del Mediterráneo se encontró con la celebración del Viernes Santo. Allí, en una iglesia, estaban los habitantes del pueblo. Llegado el momento, salieron en procesión alrededor del templo para volver a entrar más tarde. Lo curioso es que repitieron el proceso hasta siete veces. Esa reincidencia, desvela Mayorga, respondía a que la tradición de ese día es visitar siete iglesias, y como ellos solo tienen una, dan vueltas sobre la misma en siete ocasiones. En eso, señala, radica el principio de lo teatral. Y también, si nos fijamos, esa circularidad es la que ejercen los guías turísticos —con quienes algunos viandantes nos confundieron en el paseo, sumándose al grupo—, que circulan por la ciudad en un movimiento perpetuo para mostrar los mismos lugares una y otra vez en su performance laboral.

EL RITMO DEL FLÂNEUR

Es cierto que la fluidez tranquila de los pies asociada a la propia fluidez del pensamiento tiene una larga tradición que empieza con los peripatéticos y continúa, siglos más tarde, con autores tan diferentes entre sí como Robert Walser, Thomas Bernhard o Rebecca Solnit. Las variantes que esta tesis ha tomado con el transcurrir del tiempo han dibujado una especie de tela de araña en torno al concepto de paseo. El Romanticismo contribuyó también a una visión egotista y contemplativa del acto de caminar, una somatización de las consideraciones sobre uno mismo y lo que se podría interpretar como su lugar en el mundo. Más tarde, decía Thoreau que querría retornar a sí mismo en los paseos, y de un parecer semejante era Rousseau: ambos concebían las caminatas como la llave para el conocimiento de uno mismo, una suerte de ruta hacia la introspección cuyos resultados siempre son beneficiosos. Pero si hablamos de paseo y ciudad, de la capacidad de salir de uno mismo, aparece automáticamente uno de los más bellos tópicos modernos: la flânerie. El flâneur / la flâneuse es el/la paseante sin rumbo por antonomasia, predilecto de Baudelaire y Walter Benjamin. Sus paseos eran un ejercicio de distracción en el que poco importaba que los pies insistieran en un recorrido repetido hasta la saciedad: lo que contaba era dar cada vez más vida al catálogo de maravillas urbanas, lejos ya del ambiente bucólico. Solo volvía a casa por necesidad o hastío. El flâneur es la personificación de un giro copernicano: el paso de la naturaleza a la ciudad, de los caminos embarrados a los grandes boulevards, del interés por uno mismo a la extrema curiosidad por los detalles del mundo urbano. «En 1839 resultaba elegante pasear con una tortuga. Eso da una idea del ritmo del flâneur en los pasajes», apunta Benjamin en una elocuente cita. La ciudad es entonces su territorio sacro, que configura un escenario totalmente novedoso en el laberinto de calles y pasajes que conforman el París del siglo xix, ciudad que le vio nacer. Para Balzac, la flânerie «es gastronomía para los ojos».

LA CIUDAD ES EL PRODUCTO

Si retornamos a la idea del flâneur decimonónico, caracterizado por ser fácilmente impresionable en su paseo por todos los estímulos que le iban asaltando, publicitarios, en su mayoría, hay también que caer en la cuenta de que ahora es la propia ciudad la que es el producto anunciado. Así, debemos preguntarnos si es posible aún pasear y dejarnos impresionar como vecinos. ¿Es tan necesario como se anuncia sacarnos de contexto para renovar la mirada? ¿No podemos mirar nuestras calles con los fascinados ojos de los visitantes? Hay una nostalgia por adelantado, un atajo macabro: la mirada de quien va a tener que abandonar su barrio o ya lo ha hecho. Como intrusos observamos la ciudad que se ha convertido en escenario.

NUESTRO ESPACIO EN EL MUNDO

Claro que antes de nada hay que pensar qué es el espacio, para llegar a saber cuál es la naturaleza de lo que poblamos. Parece obvio, pero ocurre como con aquello del tiempo que decía Agustín de Hipona: «¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé». Dejando al margen que cualquier pregunta por la esencia es tramposa, podemos aproximarnos reconociendo que el espacio es la extensión que contiene toda la materia existente. O, dicho de forma más intuitiva y concreta, el espacio es lo ocupado por un objeto material. Por eso, y también continuando la estela de Kant, sabemos ya que el espacio –con el tiempo, y ambos como representaciones empíricas– es el marco que permite que sucedan los acontecimientos, y así podemos imaginarnos un espacio vacío, pero no objetos sin espacio –siempre estamos en algún lugar–. A partir de aquí, las siguientes nociones son mucho más tangibles.

El lugar es una porción de espacio, un sitio o paraje, una ciudad, villa o aldea, y así llegamos a un concepto fundamental: la situación o posición, que es la disposición de una cosa respecto del lugar que ocupa –observamos el mundo desde el lugar en el que estamos–. Por lo tanto, la situación o posición de un sujeto es fundamental para la constitución de su identidad y para la aprehensión del mundo y la expresión que emitimos de él.

PENSAR LOS LUGARES QUE HABITAMOS

Los espacios son actantes, nos cambian. Esto, que en literatura es evidente, tiene una aplicación también clara en la búsqueda que iniciábamos aquí y en el paseo: ¿cuál es nuestro papel en la ciudad que habitamos? La pregunta se desgrana en varias más: ¿cuánto hemos pensado acerca de los sitios que habitamos? ¿Cuándo los hacemos evidentes y cuándo nos detenemos en ellos? ¿Cómo son nuestros trayectos, qué imagen dibujan en la ciudad? Y, un paso más: ¿podríamos reconstruir de memoria el portal de nuestra casa con todo detalle?

Graffiti en la ciudad

ESPECIES DE ESPACIOS

Georges Perec es uno de los autores que atiende de manera consciente, original y brillante el escurridizo tema del espacio. Describe, enumera los componentes que lo constituyen. Como escribió Guadalupe Nettel:

«La contribución de Perec para hacer que la espacialidad sea visible y sensible involucra dos niveles muy diferentes pero complementarios. Por un lado, nos lleva a reflexionar sobre la dimensión espacial de la vida cotidiana y, por otro, sobre la construcción tanto de la identidad individual como de la memoria.»

El libro en el que podemos percibir esto de manera más evidente es Especies de espacios, publicado en 1974 por Éditions Galilée. En España, la edición corre a cargo de la editorial Montesinos, y su primera traducción al castellano se demoró hasta 1999. En este libro relativamente breve, tanto su estructura como su contenido son absolutamente reveladores, con una atención desmesurada al detalle. Ya en Lo infraordinario Perec proponía esto:

«De lo que se trata es de interrogar al ladrillo, al cemento, al vidrio […]. Interrogar a lo que parecería habernos dejado de sorprender para siempre. Vivimos, por supuesto, respiramos, por supuesto, caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a la mesa para comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? Describan su calle. Describan otra. Comparen. […] Me importa poco que estas preguntas sean, aquí, fragmentarias, apenas indicativas de un método, como mucho de un proyecto. Me importa mucho que parezcan triviales e insignificantes: es precisamente lo que las hace tan esenciales o más que muchas otras a través de las cuales tratamos en vano de captar nuestra verdad.»

Esta visión se radicaliza y se aplica al lugar en las palabras introductorias que él mismo escribió en Especies de espacios, donde termina proponiendo que:

«En resumidas cuentas, los espacios se han multiplicado, fragmentado y diversificado. Los hay de todos los tamaños y especies, para todos los usos y para todas las funciones. Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse.»

Queda claro, entonces, que con Perec cada espacio es una fragmentación de un espacio mayor. Es del tamaño que deseemos analizar, y de esa forma procede él, empezando por lo más cercano o pequeño y terminando con el espacio en sentido universal: la página – la cama – la habitación – el apartamento – el inmueble – la calle – el barrio – la ciudad – el campo – el país – Europa – el mundo – el espacio.

Las preguntas continúan perfilando el problema: ¿nos sentimos diferentes en un lugar si lo habitamos o si lo visitamos? ¿Dónde está el límite del habitar? ¿Qué habito: un cuarto / un apartamento / un edificio / un barrio / una calle / una ciudad?

Quizá, después de todo, el destello está en la atención al mosaico, que desacostumbra nuestra mirada y que nos hace valorar cada pequeña porción de espacio en la ciudad. En 2019, Belén Bermejo publicó Microgeografías de Madrid (Ediciones B), un conjunto de fotografías tomadas en lugares que podrían ser de cualquier otra ciudad. En este libro, cuyos beneficios se destinan íntegramente al área de Oncología Médica del Hospital de La Princesa de Madrid, hay una querencia especial por el detalle; se describe así en su sinopsis:

«Cerraduras en mal estado, persianas de colores, construcciones derruidas, puertas esperando ser abiertas, escaleras que nunca terminan… Este es el Madrid que Belén Bermejo representa con sus fotografías y su escritura, un lugar secreto e íntimo que refleja la poética de lo cotidiano.»

La propia autora, en los textos que le dan profundidad al libro, anunció que las microgeografías eran el mapa particular de su ciudad. Gracias a la fotografía aprendió a colarse en los patios, a fijarse en lo ínfimo, a descubrir el carácter oculto de su Madrid. Lo escribría así:

«Entre los no lugares y la psicogeografía hay una poética del abandono en las grandes ciudades. Los extravíos, a veces muy céntricos, se escapan de los planos y configuran una suerte de universo paralelo, una guía al margen de lo establecido. Estas microgeografías de Madrid son el mapa particular de mi ciudad, mis no lugares.»

En todo caso, la mención a los no lugares no puede pasarnos desapercibida. El término lo acuñó el antropólogo Marc Augé en 1990 y hace referencia a lugares que no tienen la suficiente entidad como para ser considerados tales: habitaciones de hotel, supermercados, estaciones de tren, autopistas, cajeros automáticos. Son espacios anónimos, de tránsito, intercambiables, sin carácter específico. Según el propio Augé,

«son espacios propiamente contemporáneos de confluencia anónimos, donde personas en tránsito deben instalarse durante algún tiempo de espera, sea a la salida del avión, del tren o del metro que ha de llegar. Apenas permiten un furtivo cruce de miradas entre personas que nunca más se encontrarán. Los no lugares convierten a los ciudadanos en meros elementos de conjuntos que se forman y deshacen al azar y son simbólicos de la condición humana actual [o eran…]. El usuario mantiene con estos no lugares una relación contractual establecida por el billete de tren o de avión y no tiene en ellos más personalidad que la documentada en su tarjeta de identidad.»

Desde esta perspectiva, es inevitable entender la ciudad hoy como un no lugar, ese escenario con el que mantenemos una relación contractual, absolutamente mediada por lo económico, luchando por ocupar un lugar significativo, sencillamente el nuestro.

CONTRA LA USURA DEL TERRITORIO

Como hemos visto, son muchas las preguntas que nos asaltan a partir de la primera –aquel rol que representamos en la ciudad convertida en escenario–, y ante la falta de respuestas satisfactorias, seguiremos perfilando los interrogantes. Cerrando también este círculo, recordemos que Donna Stonecipher recupera en la apertura de Model City unas palabras de Le Corbusier: «Estamos a la espera de una forma de planificación urbana que nos dé la libertad». Entretanto, nos queda defender el uso y no la usura del territorio, nuestro Derecho a la Ciudad.

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