El escritor y poeta Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946), estuvo conversando el pasado 15 de febrero con el poeta coreano Ko Un (Kunsan, Corea, 1933), que visitaba el CBA como embajador literario de su país, al frente de otros escritores, para tomar parte en un encuentro literario organizado a raíz del protagonismo de Corea en la feria ARCO.
Fotografía Encarna Martín

¿Cuál es su primer recuerdo de la infancia?
En opinión de Tolstoi, los primeros recuerdos se dan en el ser humano a los cuatro, o incluso a los tres años, pero mis primeros recuerdos son algo más tardíos, en torno a los cinco años. Recuerdo que en una ocasión, me encontraba con mi madre en una típica casa rural coreana, nuestra casa. Mi madre se esforzaba en atizar el fuego en el hogar. Había mucho viento ese día y, de repente, las llamas de aquel fuego se propagaron, de manera que se incendió toda la casa y tuvimos que huir de las llamas. Mi madre logró sacarme de allí. Recuerdo nítidamente que, al día siguiente, regresé de nuevo con mi madre. Me llevaba a sus espaldas para mantener las manos libres. Así, se puso a escarbar en las cenizas de la casa incendiada para lograr salvar algunos objetos metálicos, los únicos no afectados por el fuego. Sobre todo, escarbaba en el lugar en el que había estado la cocina intentando encontrar los palillos de comer que habían pertenecido a mis abuelos [en Corea los palillos son metálicos].
¿Ha pasado éste o algún otro recuerdo de infancia a su poesía, a su obra?
Después de aquel día y de haber quedado en la miseria, cada mañana, mi madre caminaba diez kilómetros y regresaba de los campos tras recoger hierbas que, mezcladas con harina de maíz, nos servían de sustento. Una noche, mi madre no volvió y yo, a espaldas de mi tía, aguantaba difícilmente el hambre. Miraba, eso sí, las estrellas que descubría por vez primera, y pensé que podían ser una especie de arroz disperso en el cielo. Mi tía me explicó que las estrellas formaban parte del cielo y no se podían comer. Me quedé profundamente avergonzado y guardé este episodio en secreto hasta los cuarenta años. Luego, ya en mi madurez, reflexioné sobre este recuerdo y dejé de avergonzarme de él; descubrí que una estrella podía ser un alimento de otro tipo: alimento del espíritu humano.
¿Cuáles fueron las primeras lecturas que le influyeron? ¿Qué autores extranjeros prefiere y, en concreto, qué autores españoles conoce o ha leído?
En general, se piensa que un escritor comienza leyendo a los clásicos, pero en mi caso no pudo ser así. Durante la época colonial, en una aldea del campo coreano, prácticamente no había libros. Así que comencé por las obras de autores anónimos coreanos que habían llegado a mis manos. Se trataba de lecturas dispersas. Después vino la guerra y fue aún peor: era imposible encontrar un libro. Durante la temporada que pasé en el monasterio tampoco tuve acceso a ningún manuscrito. El budismo zen obliga a alejarse de las letras; las lecturas estaban prohibidas y sólo se nos permitía la oralidad. Fue al terminar la guerra cuando leí todo lo que cayó en mis manos y, desde entonces, leo todo lo que entonces no pude leer. Como lector, mi caso es en cierto modo opuesto al de Borges. En su primera etapa, Borges disfrutó de infinidad de lecturas, pudo experimentar la lengua inglesa y el conocimiento en general, gozando de una infancia y adolescencias riquísimas a través de la lectura; luego la ceguera le impidió ser lector en su época final. En mi caso, yo me nutro de libros sobre todo a partir de la madurez y estoy experimentando ahora esa riqueza que da la lectura. Respecto a su pregunta, siento, sobre todo, preferencia por dos autores extranjeros, que son Neruda y Borges. Y de los españoles me quedo con Unamuno, García Lorca y los demás autores de la Generación del 27. Sin duda, éstos son los autores que más me han impresionado, junto a Cervantes.
En estos momentos, en España, se habla mucho del proceso de recuperación de lo que se ha dado en llamar la «memoria histórica», con referencia a nuestra guerra civil. Usted, en su juventud, vivió la guerra civil coreana. ¿Cree necesario recordarla para no reincidir en errores o, por el contrario, es preferible superarla para, así, dejar de estar en guerra?
La situación en Corea es muy distinta a la española: nosotros seguimos viviendo en un entorno bélico, nuestra guerra es un conflicto inacabado. De esta manera, es imposible olvidar. Pero creo que en la vida particular de una persona se debe mantener el recuerdo de los enfrentamientos sólo como un sueño, no como una realidad.
¿Qué es lo que le llevó a ingresar en un monasterio: una visión espiritual del mundo, la escritura, el fin de la guerra, el rechazo de la sociedad, la pura religiosidad?
No fue una opción personal, sino un acto completamente casual. Antes de la guerra, a pesar de la opresión colonial, las relaciones humanas se mantenían, pero, tras la guerra, la experiencia de la masacre me dejó muy traumatizado. El olor de los cadáveres, de la muerte, me perseguía. Durante mucho tiempo sentí este olor incluso en mí mismo. Era algo de lo que no conseguía librarme. Me lavaba, me frotaba, me enjabonaba, pero el olor no desaparecía. En ese estado, fuera de mí, escapaba cada cierto tiempo a la montaña, vagaba sin rumbo fijo, sin dirección, y era mi padre quien me buscaba y me devolvía a casa tras mis extravíos. En mi última escapada con destino a ninguna parte, tuve un encuentro con un monje formado tanto en la filosofía oriental como en la occidental, y quedé muy impresionado por su personalidad. Lo seguí y durante mucho tiempo viajamos juntos hasta que, un día, nos encontramos con una mujer y el monje se marchó con ella y no regresó a su monasterio. El monje había elegido a la mujer y yo no tenía otro lugar a donde ir. Ingresé en el monasterio por indicación y mandato del monje.
¿Qué hubo de bueno en esa etapa del monasterio y por qué lo abandonó?
Sin los diez años que pasé allí, yo no sería quien soy; no existiría hoy. Me recuperé absolutamente de las heridas de la guerra y, además, fue allí donde encontré mi verdadero camino. Un día, en la soledad de la montaña, atormentado por el frío, me replanteé toda mi vida. Había llegado el momento de decidir si continuaba el camino religioso o si debía salir y dedicarme a la literatura y al arte que, en mi vida de monje, no eran más que algo suplementario. Opté por la vía del arte, por la de la literatura. Quise hacer de la literatura el objeto de mi vida. Así que, sin más, decidí marcharme del monasterio. En mi vida, nada es premeditado.
En España se han traducido tres de sus obras: Diez mil vidas, Fuente en llamas y Ananda. ¿Qué obra suya cree que podría traducirse ahora?
Quizás un volumen de poemas cortos, Flor fugaz, que seguramente editará Linteo. Se trata de una obra que ya ha sido publicada en Estados Unidos y ha sido galardonada como «Libro del año». Por otra parte, me parece necesaria una nueva antología aumentada de mis poemas, pues la que existe en castellano es demasiado breve. Creo que Verbum editará, ampliada, mi obra Diez mil vidas.
¿Qué puede hacer el poeta por este mundo tan crítico que vivimos, por nuestro tiempo?
Soy pesimista. A menudo me pregunto qué hemos hecho los intelectuales por la humanidad, y la respuesta es deplorable: prácticamente nada. Dudo mucho de la contribución efectiva o material de poetas e intelectuales a la armonía en el mundo. Existen demasiadas limitaciones para hacer lo que uno desea y yo suelo mantenerme en una actitud de amistad, de amigo del mundo, que nunca actúa como un maestro de la humanidad, sino como un compañero en la vida. A la vez, admito que un egoísmo de poeta limita mi actuación. Reconozco la contribución de la literatura y de los intelectuales a la democratización de Corea en los años setenta y ochenta y eso me enorgullece. Y, por supuesto, estoy dispuesto a colaborar en la lucha contra cualquier problema social emergente. Pero, en mi opinión, es la existencia de un valor imprescindible –la esperanza–, lo que debe permanecer unido a la humanidad para siempre.