Sorprenderse de la acostumbrado. La fotografía de Colita en Antiféminas

Jorge Fernández Gonzalo

Antiféminas fue el primer libro gráfico feminista de nuestro país. La fotógrafa Isabel Steva Hernández (Colita) y la escritora Maria Aurèlia Capmany lo publicaron en 1977 para testimoniar la situación de las mujeres en la España de los setenta, y sus fotografías nunca se habían mostrado al público hasta la exposición Colita. Antifémina, inaugurada el pasado febrero en el Círculo. El poeta, ensayista y profesor de la UCM Jorge Fernández Gonzalo escribe sobre lo que significó el trabajo de estas dos mujeres, que fue censurado en la Transición y retirado de las librerías nada más publicarse porque cuestionaba el imaginario, aún dominante, de lo femenino del franquismo.

Era 1977 y España estrenaba sus recién adquiridos hábitos democráticos. La Transición (¿hacia dónde? y ¿para quiénes?) prometía a la ciudadanía la conquista de derechos universales y el momento resultaba favorable para llevar a cabo una revisión de los usos y costumbres de la posguerra, especialmente en lo referido a las mujeres. ¿Qué les depararía este proceso? ¿También habría transición para ellas, apertura democrática, adquisición de derechos y libertades? Esa fue la pregunta que se plantearon Maria Aurèlia Campmany e Isabel Steva Hernández (alias Colita), escritora la primera, fotógrafa la segunda, feministas ambas, en su afán por retratar un mundo, el de las mujeres, dentro de otro mundo, el de la Transición y sus rescoldos franquistas. Un mundo en el que no siempre las mujeres lograban encajar. Y de esta fructífera unión nació Antiféminas, la primera obra gráfica feminista de nuestro país y un testimonio ineludible de la situación de las mujeres en la década de los setenta.

Mujeres en el Paral·lel. Barcelona, 1965. De la serie «Descuartizar un cuerpo». © Archivo Colita Fotografía

Mujeres en el Paral·lel. Barcelona, 1965. De la serie «Descuartizar un cuerpo». © Archivo Colita Fotografía

«EL FOTÓGRAFO ADIVINA Y LA CÁMARA DESVELA»

Isabel, Colita, toma su cámara fotográfica y recorre las calles de su ciudad natal. Las concurridas avenidas de Barcelona son el escenario perfecto para sus propósitos, siempre y cuando se sepa ver (y mirar) lo que rodea a la artista. «El fotógrafo adivina y la cámara desvela», nos dice el texto. La mirada, siempre alerta, es la verdadera herramienta del fotógrafo (la fotógrafa), y la cámara una mera extensión de los ojos, al igual que el lápiz traza las palabras en la escritura o el instrumento actualiza la partitura musical. El oficio de la artista no consiste en fotografiar, sino en mirar lo cotidiano, captar lo fugaz, la soledad y el trasiego que se dan cita en la urbe.

Pero no solo hay que posar la mirada y enfocar el objetivo hacia estas mínimas briznas de visualidad callejera que suceden en el interior de los núcleos urbanos: también tenemos sus barriadas, los pueblos, las casas de alterne, los cementerios, las iglesias, las fábricas… Paisajes que delatan el aura de un pasado ya perdido, memorias de otra época con sus olores, sus luces y sombras, sus tejidos, su decrepitud y su lustre mortecino, que protagonizarán la fotografía de Colita en Antiféminas. ¿Y qué vemos en estas páginas? Todo ello, pero siempre a través de los ojos y del protagonismo de las mujeres de la época. Mujeres, todas las mujeres, de todo tipo, clase y condición. Niñas, viejas, monjas, campesinas, prostitutas, check, gitanas, guapas, feas… Todas ellas mujeres, pero ninguna «La mujer».

Decía el psicoanalista Jacques Lacan que la mujer no existe. Y es cierto. Campmany y Colita lo demuestran. La imagen universal de la fémina, de lo femenino (el ángel del hogar, la casada devota, la compañera fiel, la hacendosa ama de casa elaborada por el régimen franquista y su brazo de adoctrinamiento en el hogar, la Sección Femenina), ¿en qué lugar de la historia existió? ¿Fue una mujer del pasado o una mujer idealizada, inexistente, performativa? La aguda mirada de Colita indaga en una multiplicidad desbordante de mujeres, clasificadas e inclasificables, a través de sus vidas, espacios y costumbres. De este modo, las imágenes nos muestran a mujeres aguerridas y luchadoras, pero también esclavas de su cuerpo, sometidas por un sistema de explotación visual de la corporalidad, por una mirada que margina, somete, corrompe, premia o castiga según su conveniencia e intereses. Colita y Campmany retratan a mujeres vistas por mujeres, escritas por mujeres, y al mismo tiempo coaccionadas por un régimen escópico patriarcal que las insta a desarrollar sus vidas en espacios marginales, acotados, obligatoriamente específicos de la feminidad.

Que la mujer no exista significa nada más y nada menos que no podemos acceder a una condición universal de la mujer. El hombre es lo universal, la totalidad (el ser humano en su conjunto), y cada uno de los hombres conecta parcial y arquetípicamente con este ideal masculino. Pero cada mujer es un modo de existencia y una expresión profunda, a veces hiriente, o herida, de lo particular. Que la mujer no exista implica que cada mujer debería ser fotografiada, como hace Colita. Que cada historia de mujeres debería ser narrada, como escribe Campmany. Que cada forma de existir, cada gesto cotidiano, cada oficio, cada expresión de desconsuelo o alegría forman parte de una malla o relato complejo que nunca nos permite establecer una composición plena del lugar. Toda mujer es un fragmento, y Colita lo sabe: fotografías de vallas publicitarias nos hablan de piernas, muslos, labios o pechos femeninos que reclaman lo fragmentario y apelan a este erotismo descuartizador destinado a subrayar la posesión del hombre sobre la mujer, del sujeto autónomo y universal sobre la parcialidad del objeto transgredido. La mujer no existe y por eso Colita tiene que retratar a tantas y tantas mujeres que nunca logran explicarnos qué es lo femenino (según cierta concepción diseñada por el régimen franquista y sus imaginarios patriarcales) y que por ello mismo hay que fotografiar sin descanso (de lo que no se puede hablar, mejor fotografiar, con el permiso de Wittgenstein).

Mujer tras la reja. Sanlúcar de Barrameda, 1969. De la serie _Historia de una soledad_ © Archivo Colita Fotografía

Mujer tras la reja. Sanlúcar de Barrameda, 1969. De la serie Historia de una soledad © Archivo Colita Fotografía

UN CATÁLOGO DE LAS MUJERES EN SU PLURALIDAD

Antiféminas se muestra así como lo opuesto a lo femenino, pero también la explosión de lo femenino: un catálogo de las mujeres en su pluralidad, en todas sus categorías y taxonomías inagotables, pues si algo merece la pena decirse o fotografiarse de los mundos de mujeres es esta indestructible pluralidad, su diversidad persistente e inabarcable. El hombre, señala Campmany, ya tiene su identidad, la identidad del macho, masculinidades subrayadas y reforzadas por los espacios públicos y los poderes políticos. Son ellas, sin embargo, las que tienen que construirse, validarse, ante un horizonte identitario atrozmente prefijado y no pocas veces angustioso y descorazonador.

El mismo año en que aparece Antiféminas, en 1977, al otro lado del charco, la estadounidense Cindy Sherman inicia una famosa serie de autorretratos, Fotogramas sin título [Untitled Film Stills, 1977-1980], donde la fotógrafa posa en actitudes y escenarios propios de la cinematografía hollywoodiense. Diversas mujeres irreales, todas ellas maquilladas, con ropa vintage y complementos, en poses contenidas o sutilmente eróticas, recorren las calles, se miran al espejo, cocinan o hacen autoestop, despreocupadas. Si Colita retrata a las antiféminas, Sherman se recrea en la parafernalia impostada de lo femenino con idéntica sorna y buen humor. Decía la filósofa Joan Copjec (en su libro de ritmos lacanianos Imaginemos que la mujer no existe, Fondo de Cultura Económica, 2017) que aquí Sherman, lejos de mostrarse como un yo narcisista, es definida como una falta o hueco, elemento intercambiable, inexistente o imperceptible, mero atrezo de las fantasías masculinas. Nos encontrábamos ante una estrategia deconstructiva que rompía con el relato asignado para los cuerpos femeninos y su adaptabilidad dentro del mercado visual. La imagen de la mujer deja de representar a un yo para convertirse en un puro significante en movimiento ante el vértigo del desplazamiento contextual.

En las fotografías de Colita ocurre lo contrario: la «mancha» que supone toda identidad, todo espacio para la construcción identitaria, solo puede subsanarse mediante la aparición diversa y persistente de experiencias de lo femenino. Ser mujer pertenece a la lógica de la incompletitud: hay más mujeres que una sola mujer (La mujer), y por ello no logran alcanzar este ideal (un ideal que Campmany y Colita rechazan de plano). Vemos así a varias prostitutas abrazas en la calle, caminando y contoneándose. Una niña apoyada en un portón, tapándose la cara, y más allá una anciana enjuta, arrugada, en posición semejante. Una señora de luto, en la playa, tejiendo mientras cuida a los nietos (está prohibido divertirse). Mujeres modelo, devorando la cámara con la mirada. Una mujer gitana junto a su hija, de pie, en una calle sin asfaltar. Mujeres que caminan, ríen o celebran, mujeres que trabajan, cansadas, encorvadas. En ningún sitio está la fémina, solo versiones inexactas, desconfiguradas, de este arquetipo idealizante e inexistente. El impulso que inspira la cámara de Sherman y la de Colita es el mismo: preguntarse qué lugar ocupa la mujer en una lógica visual secuestrada por la mirada masculina. Allá, en los negativos de la estadounidense, la mujer será un mero instrumento, formará parte de un código, de una escenografía, y por lo tanto la única solución será mostrar que la mujer, dentro de cierta forma de mirar el mundo, forma parte de un decorado. Aquí la mujer es invisible, no porque haga falta inventarnos a la mujer (o más bien las mujeres), sino porque hace falta inventar una mirada que sea capaz de verlas. «Nada más revolucionario que la realidad», escribe Campmany.

Colita inventa esa mirada. La inventó en una España que aún no había tirado a la basura los jerséis descosidos, los velos de viuda o los zapatos desgastados, que aprendía a coexistir con mujeres modelos, con otras disfrazadas de majorettes o con mujeres en biquini a la espera de capturar en su piel un tibio rayo de sol. España aún olía a casas encaladas y a desconchones que dejaban asomar los ladrillos y la argamasa, a guiso de los sábados, a mercado de abastos, a cirios, a playas en las que aún vivían los pescadores. Pero se auguraban vientos de cambio. Y de todo eso había que hacer fotografía. Y poesía.

Y sin embargo, no es la mirada de Colita una mirada paternalista, aleccionadora o compasiva. Mira al futuro como sabe que hay que mirar al pasado, porque todas las mujeres están en el mismo barco y es imposible llegar a buen puerto si una no sabe de dónde ha zarpado. Y otro tanto podríamos decir de las palabras y reflexiones que acompañan a las imágenes. El texto de Maria Aurèlia Campmany es de una claridad perturbadora, de un compromiso apabullante (parece mentira, pero hay que recordarle a toda una generación que el feminismo no se inventó en Twitter), así como de una crueldad incisiva. Tanto, que es necesario justificarse: «Si a alguien se le ocurre reprocharnos a Colita y a mí que tratamos mal el género femenino, que ponemos el acento, demasiado aviesas, en el hecho de su cosificación, le recordamos que lo único que hemos hecho ha sido sorprendernos de lo acostumbrado. Ni más ni menos».

Campmany y Colita son despiadadas, inclementes, y nuestra época debería estar agradecida de que así sea. Las mujeres que vemos retratadas en estas páginas no son víctimas desvalidas: en no pocas ocasiones actúan como cómplices bienintencionadas de su situación, o se benefician de ella, o están condenadas a perpetuar las injusticias que soportan porque no son capaces de pensar otro mundo en el que una parte de ellas mismas, de su identidad, acabaría tambaleándose en caso de que las cosas llegaran a cambiar lo más mínimo. Cómplices de un medio cruel, despiadado, en donde la única salida, el único modo de supervivencia, era tratar de ser las féminas que la sociedad quería que fueran. O parecerlo. Vemos así que la mirada hacia las viejas, las monjas, hacia las prostitutas o hacia las gitanas, entre otras, no busca espolear su rebeldía o instigar a un levantamiento ante las condiciones de opresión en una batalla que se sabe perdida de antemano. Pedir eso sería un imposible. La anciana que transmite a la joven su decepción vital, el mensaje atávico de sumisión, o la mujer gitana que para erigirse contra sus marcas de opresión habría de enfrentarse a su condición de gitana, ¿no son todas ellas identidades, expresiones de la mujer, de ser mujer, también en su ruindad o en su conservadurismo, en sus limitaciones y miserias? Y por ello mismo, ¿no debería todo eso aparecer también en la fotografía, una fotografía «tan revolucionaria como la realidad misma»?

Colita y Campmany articulan un dispositivo textual y visual perfectamente engrasado. Todas las piezas parecen bailar de forma acordada. Las imágenes hablan, y las palabras muestran con una lucidez avasalladora. El texto de Campmany está lleno de inteligencia poética y esclarecedores pasajes, tanto descriptivos como teóricos. «Hay pocas viejas señoras indignas –nos dice – que utilicen los ojos para ver y descubrir lo que ocurre a su alrededor. Las viejas van de un lado a otro atareadas e insensibles, lentamente atareadas, fatigosamente insensibles por las calles que se alargan y las escaleras que se empinan, chocando con la gente apresurada, odiosamente rápida, hostilmente joven». La tarea de Colita no es menos evocadora: a veces un gesto, la sutileza de un punctum de barrio, un fino claroscuro, detalles nimios con que ilustrar la pobreza, bastan para justificar la imagen. Aquí hay espacio para lo intrascendente, porque lo intrascendente puede (y debe) ser poético: una mujer corpulenta, con los brazos en jarras, acompaña a una niña mientras esta orina junto a unos arbustos. Una anciana desdentada sonríe mientras hace punto. Otra observa a la cámara fijamente, pero lo hace tras las rejas de una ventana, enclaustrada. En la particularidad Colita construye no el universal (ya dijimos que las universalidades se las dejamos a los hombres, o al hombre), sino la grandeza de lo testimonial. Todas estas mujeres constituyen testimonios, memoria de lo inabarcable, experiencias fragmentarias y «situadas», en feliz expresión de Donna Haraway.

Obrera en la fábrica. Barcelona, 1976. De la serie _Trabajo o faena_ © Archivo Colita Fotografía

Obrera en la fábrica. Barcelona, 1976. De la serie _Trabajo o faena_ © Archivo Colita Fotografía

Abuela y nieta. Barcelona, 1976. De la serie _La mujer marginada en la sociedad_ © Archivo Colita Fotografía

Abuela y nieta. Barcelona, 1976. De la serie _La mujer marginada en la sociedad_ © Archivo Colita Fotografía

LAS MUJERES Y EL ESPACIO, LAS MUJERES Y LA LIBERTAD

Colita es la gran descubridora de las heterotopías de género hispánicas. A pesar de su fama como retratista (por su cámara han pasado figuras como los premios Nobel Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa, además de actrices, pintores, directores, arquitectos y toda la gauche divine de la sociedad catalana de la Transición), Colita dotó al espacio, Barcelona, de la condición de un personaje con identidad propia. Cada lugar nos devuelve, a modo de reflejo (a veces deformado), la imagen de una o varias mujeres, como producidas por los contextos en los que son captadas. Las calles de las prostitutas, las fábricas de las tejedoras, los pueblos de ancianas y campesinas… El objetivo de Colita ronda espacios afines a lo femenino, o más propiamente: lugares-otros en los que las mujeres encuentran un modo de articular su identidad, de configurar su cuerpo, comprender sus pasiones e intereses, huir, recluirse o experimentar con el material voluble de sus vidas. Vemos así desfilar por las páginas de Antiféminas territorios habituales dentro del catálogo de espacialidades femeninas (conventos, iglesias, cementerios, barriadas, vallas publicitarias, calles marginales), pero también curiosas sinergias, espacios en colisión que muestran la complejidad de lo femenino. Baste un ejemplo para ilustrarlo: una mujer casada, que logra ser el centro de atención por un día (inversión carnavalesca bajtiniana), ¿acaso no está experimentando la ceremonia de su boda como un no-lugar, espacio heterotópico en el que al fin realizarse y cumplir el sueño, propio o ajeno, del matrimonio? Si a esto le sumamos el vínculo con la muerte, con los cementerios (Colita retrata a varias parejas de recién casados junto a tumbas y símbolos mortuorios, rindiendo tributo a sus ancestros), ¿no es posible establecer una conexión entre la vida y la muerte, como si en el corazón de la mujer casada ambas potencias se identificaran, ambas virtualidades (dar vida a los hijos, morirse en vida, en casa, en la cocina) se solaparan?

Virginia Woolf habló de un cuarto propio, pero Antiféminas no muestra espacios propios para las mujeres. A lo sumo algún rincón de la casa en el que pueden coser, o la puerta de entrada desde donde saludar a las vecinas. Colita se cuida mucho de no retratar a ninguna mujer cocinando, o limpiando, porque eso es cosa de féminas (aunque, casi con seguridad, todas estas las mujeres cocinen, limpien, cuiden a niños y a enfermos). Las mujeres de Antiféminas conquistan el espacio, se exponen a él, a sus peligros, como en la serie en la que vemos a una mujer tomando algo en una cafetería, y a varios transeúntes, hombres, que se acercan para galantearla como si existiera alguna obligación social en hacerlo. Las mujeres y el espacio, las mujeres y lo público, las mujeres y las miradas. Todo el archivo visual hace estallar por los aires cierta taxonomía de lo femenino, y un dato paratextual no deja de ser relevante: Antiféminas fue rápidamente censurado en una sociedad que se consideraba aperturista y moderna. Las estructuras residuales del régimen franquista no tardaron en ver en la obra un peligro contra el edificio imaginario que habían tardado cuatro largas décadas en construir.

Las mujeres y el espacio, las mujeres y la libertad. Una de las fotografías, quizá la más representativa de la muestra, o al menos una de las más reproducidas, retrata a una mujer adulta, de espaldas al objetivo, sola. Está en el mar, bañándose. Con las manos extendidas, tantea las aguas, inspecciona cada paso que da, introduciéndose cuidadosamente (como dicen que tienen que andar las mujeres), pero degustando para sí los placeres del baño y el conjunto de sensaciones evocadas por el roce de las aguas. Quizá, para esta mujer, de unos cincuenta años, aquella fuera la primera vez que se bañaba en el mar. O quizá fuera la primera vez que lo hacía sola (sin su marido, sin su padre). A los lados, nadie aparece en el encuadre de la imagen. De frente, solo el mar, el futuro. Las mujeres ante un tiempo que habría de venir y por el que habría que luchar, seguir luchando.

Entrando al mar. Sitges, 1966 © Archivo Colita Fotografía

Entrando al mar. Sitges, 1966 © Archivo Colita Fotografía

Putas en el Barrio Chino. Barcelona, 1969. De la serie «Una profesión arriesgada». © Archivo Colita Fotografía

EXPOSICIÓN COLITA. ANTIFÉMINA
19.02. 24 > 05.05.24
COMISARIADO FRANCESC POLOP
ORGANIZA LA FÁBRICA • CÍRCULO DE BELLAS ARTES
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